Cuidado en la bajada

Imagen: Scott Goodwill (Unsplash)

Algo que siempre me ha sorprendido de andar en las montañas es que mientras la subida es lo más duro y para lo que parece que nos preparamos física y mentalmente, es la bajada la que más riesgo de lesión real presenta, al menos en mi experiencia.

Subir implica un esfuerzo que realizas ayudada por las ganas de llegar a esa cumbre, o ese lago helado en el que sumergir tus músculos extenuados. Subir tiene el aliciente de la recompensa y el esfuerzo llega impulsado y coreado por miles de vocecitas en tu cabeza que te están diciendo que puedes, que ya queda menos, que eres poderosa y que se te va a poner un culo estratosférico. Todo bien.

La bajada, sin embargo, es el momento más engañoso y más peligroso para nuestras rodillas. El coro vociferante está de siesta tras el esfuerzo previo y dan por hecho que el camino de vuelta será indoloro, sencillo y el trámite que se asume en la vuelta a casa. Vas con el piloto automático y relamiéndote pensando en la ducha triunfante cuando… ¡zas! La bajada te la juega muy fuerte y es el momento en el que nuestro cuerpito puede encontrarse más vulnerable, más blando y menos alerta y preparado para las mismas inclemencias que la subida.

Las bajadas en la montaña nos traen disgustos a menudo porque estamos con la mente en otras cosas y hemos dejado de pensar en el camino. Pero bajar es parte de todo. Es el yang de subir. Es tan necesario que si no bajas, ahí te quedas, colgada. Sin sol ya, con el sudor victorioso de la conquista oliendo ya a antiguo y a gimnasio de segundo de la ESO.

En la cumbre el sol se ve esplendoroso, pero dura mucho menos de lo que pensabas.

Las bajadas, los caminos de vuelta, las retiradas, son la parte que se oculta en las pelis de conquista. Son el momento en el que nos vamos a negro en una historia. Son lo que se obvia en toda narración de aventuras. Y los Hobbits volvieron a casa y abrazaron a los suyos… y luego se tumbaron por el dolor de gemelos que tuvieron durante días.

El ego solo quiere subir.

Pero la bajada es el momento más delicado.

Y hay que prestarle atención y hacerlo bien.

Lo que somos realmente

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¿Seremos capaces algún día de conocernos realmente a nosotros mismos? Porque, sinceramente, van pasando los años y a pesar de estar conmigo misma a todas horas, cada día me desconcierto más a mí misma.

A veces me escucho a mí misma poniéndome etiquetas a la ligera, describiéndome como si supiera a ciencia cierta que soy la persona que digo ser. Que cuando acudo al lugar común de «ser así» me es más fácil esconder la absoluta ignorancia sobre mi propio yo o mis defectos escudados en tozudez castiza, ese «yo soy así porque la vida me ha hecho así».

El otro día me escuché a mí misma con estupor un «no soy mujer de manicuras», que por suerte fue mental porque la parida pronunciada en voz alta, y peor, ante algún interlocutor, hubiera sonado aún mucho peor. ¿Qué diablos estoy diciendo? ¿Que no me gusta tener unas manos en condiciones en vez de uñas en competición por el desnivel más pronunciado y ni una de ellas con el mismo tamaño? ¿Estoy infiriendo acaso que paso de las convenciones sociales y me importa un pito lo que piensen de mí al ver mis manos? Porque ni lo primero ni lo segundo es cierto…

Quitando lo trivial del asunto estético y que podría quedarse en una tontería mental más, que las hay a patadas, cuando caí en la estupidez supina que había usado como argumento conmigo misma para justificar que no he sido capaz en tres meses de arreglarme las manos, no pude evitar preguntarme cuánto de lo que creo que soy yo misma no es más que una coartada…

 


 

Pase usted a mi oficina, por favor

Hace unos días hablaba con una simpática muchacha de una empresa de marketing, que me quería vender no sé qué plan de publicidad, sobre dónde estaba mi oficina y, aunque me planteé seriamente inventarme dármelas de guay y decir una dirección muy glamurosa, me vi a mí misma inventándome algo así, me dio la risa tonta y directamente le contesté: En mi cocina, maja.

Pierde mucho, lo sé. Pero es lo que hay. Los de Apple empezaron en un garaje, ¿no? Bueno, yo tengo algún trasto menos (con todo el respeto a las mierdas que guardamos en los garajes) en mi cocina/despacho, así que seguro que salgo ganando en el cambio. Además, mientras respondo emails controlo que no se me pasen las lentejas y le echo un ojo a la colada. Eh, que todo tiene su gracia. Además, como mi cocina es de… ummmm, sí, practicamente 1×1, mientras tecleo me sirvo un café, quito la tostadora y bajo el fuego de las lentejas. Vamos, un lujo que ya quisiera para sí cualquier CEO que se precie, de esos con secretaria y un despacho de 8×8 que siempre está vacío y que no saben aprovechar como hago yo con el mío.

Siempre que digo que curro en casa me encuentro con dos reacciones muy interesantes:

1ª La primera: «¡Ohhhhhhhhhhhhhhhhh, que envidia!» Que me suele sonar bastante sincero, y me da hasta penilla porque suele venir de amigas puteadas en su ofi a quienes marginan tras el potos polvoriento, a las que cambian la silla (con lo que molesta eso, ¿eh?) cuando llega algún nuevo más molón que ellas y que, literalmente, están viéndolas venir con esto de los reajustes empresariales. Como para ellas, currar 1/ y desde casa 2/ son palabras mágicas, tampoco me entretengo en contarles las pegas que tiene, que las tiene, porque oye, bastante tienen con lo suyo y no soy quién para quitarles la ilusión.

Porque tiene cosas muy buenas (y me dejo muchas, ojo):

– No molestas a nadie cuando pones a Adele o a la Streisand a todo volumen, salvo si es verano, y tienes las ventanas abiertas, ya que puede que alguna vecina me mande a sus ocho churumbeles, a cual más majo, para que me quemen el chiringuito y/o el coche, así que en ese caso es mejor  bajar el volumen.

– Puedes compatibilizar el trabajo con tus cosas como ir a pegarte con el cajero del banco o a confraternizar con pensionistas y parados en el médico y todo eso sin tener que lamer los zapatos de nadie para que te de permiso, ni rogar justificantes ni dar explicaciones al llegar sobre lo mucho que tardan en la SS para mirarte el ojete cuando tienes almorranas…

– Una muy práctica: te puedes mandar los paquetes a casa y no tendrás que rendir cuentas sobre lo mucho que gastas en Parafarmacia japonesa o en la bibliografía descatalogada de Terín Collado. Currar en casa pierde mucho en frikismo, que lo sepan.

– Estás en casa cuando vienes los del gas, los del agua, los de la luz, los de Yacom, los de Orange, los de Ono, los de Telefónica, los del Endesa que se han equivocado y que iban al piso de arriba pero ya te la intentan colar, el chino que en el reparto siempre viene a mi casa en vez de adónde quiera que vaya, y sobre todo, el señor cartero y esas cartas certificadas que tienes que ir a buscar a la oficina si no estás en casa y que suelen ser o multas, o una paralela de Hacienda o algún paquete que te ha llegado cuando estabas en la ducha. Estás a todo y para todos, lo cual no quiere decir que si un día usas la mirilla para lo que sirve y descubres unas gafas, traje y corbata y cara de comercial que echa para atrás, no hagas un mutis por el foro como dios manda o que te hagas pasar por la chacha de la casa, truco muy usado en otros barrios de postín pero que en el mío queda, como decirlo… raro…

– Una muy buena: puedes ver a la amiga Ana Rosa y cagarte en sus muertos, y con fundamento, además. Que es muy fácil criticar de oídas, amigos, ¡pero lo bueno es hacerlo con criterio y experiencia! Y a veces, si mi mala hostia supera la altura de la caldera, estanca por cierto, me viene de lo lindo ponerlos de fondo e insultarlos bajito, o en alto si me sale…

– Una muy sana. No coger el metro casi nunca. Que si bien tiene como contrapartida que leo menos que los antes mencionados contertulios de la ínclita AR, en todo lo demás es como la panacea. Sobre todo en el intercambio de efluvios corporales, virus, toses, sudores y tocamientos varios a los que años y años de viajes continuados me tienen ya más que acostumbrada/asqueada. Y mucho más estando esférica, como me llama mi amiga la alemana, porque aunque parezca mentira, cuando tu ombligo ha pasado el umbral de las puertas automáticas del vagón, todos los ojos de los que están sentados se clavan o en el suelo, o en el libro, o en el móvil, o directamente, se cierran y a dormir. ¡Y tan panchos, oye! Y que siempre está el ancianito moribundo que a sus cien añazos se levanta para dejarte el sitio, cuando a su lado un mostrenco de veintitantos se saca los mocos y se los pega en su libro de la ESO (es repetidor, que se le nota) que le estampaba yo el libro contra la cabeza y me quedaba de un liberado… Así que siempre me pongo de mala leche y como no puedo insultar a los de AR, pues me tengo que aguantar las ganas de soltarles improperios a todos y eso es muy malo, sépanlo ustedes…

2ª La segunda reacción: «Buenooooo, pero eso está bien durante un tiempo…» Ahí le has dado, mari, que eso está bien durante un tiempo pero que tiene cosas malas. Que ahora las mencionaré, que sí. Pero que cuando me vienen con éstas, siempre me digo: «A ver, ya tenemos aquí al de las pegas…» Porque si me ves contenta y tan tranquila currando en mi cocinita, pues déjame que ya me daré cuenta yo de que esto no es perfecto, ¿no? Ay, que manía con quitarle la venda a la gente, madre…

Las malas, o menos buenas, consecuencias de trabajar en casa:

– En mi caso que no tengo sitio ¡paná! Mi mansión da de sí lo que da, y está demostrando ser más versátil y polifacética que la mismísima Anita Obregón. Sí, porque lo mismo te trabajo en la cocina que te hago unas torrijas en la misma mesa. Y eso, amigos, tiene mérito. Y sin ser sueca ni haber recibido premios a la multiproyección ni al diseño más compatible con la vida moderna de una madre-curranta. Pero echo de menos mi espacio… Que no pido mucho… Una mesa despachito con mis cosicas a salvo de la criatura (que como aquí no hay señora de la limpieza que me tire las botellas de agua, a cambio tengo niña que me pinta la agenda o me chupa los rotuladores), una silla giratoria anatómica-forense, unos armarios para mis papelotes, un cubilete para mis lápices… Nada de eso tengo, ay, y parece una tontería, pero lo echo de menos… snif, snif…

– Una bastante mala. No ves a gente. Ya no hay cañas después del curro. Ni se celebran los cumpleaños. Ni te viene nadie a pedir pasta para el regalo de despedida de no sé quién de administración que se ha prejubilado. No socializas más que con los Testigos de Jehová cuando vienen a convencerte de que el mundo se va a la mierda a la vuelta de la esquina. Si casi les pongo un cafelito y todo cuando les veo (ya me gustaría, por mi barrio ni se acercan, los muy ladinos, ¿¿¿será que aquí el mundo ya se ha acabado???). El momento de ocio conversacional adulto del día se resume pues en  el intercambio de ansiedades colegiales con los otros padres de la guarde mientras las fieras corren por el parque y, a veces, si me veo en plena crisis creativa y necesito un punching ball para desahogarme, no me queda otra que acercarme al chino más cercano y contarle a la abuela centenaria mis penas, que como ni me mira, ni respira, creo, pues me da un poco de penica, la verdad, y no me da mucho consuelo.

Además, como no te relacionas más allá del pasillo de la pescadería, la casquería y el parque, tu vestuario pierde como diez puntos en estilismo y moda de temporada. Te pones lo que pillas, se acabaron los tacones, los retoques de maquillaje, los modelitos, y dando gracias que no salgo en bata, que ya os tengo avisados, que un día me harto y lo hago.

– Una muy mala. Estar en casa te hace no solo más necesaria sino más contingente para las tareas domésticas. Y ya puedes gritar en el desierto cuando llega tu santo (por muy mucho que el buen hombre contribuya) pero, amiga, la casa es tuya, tú estás aquí todo el día, y eso es asín. Que no te gusta y quieres poner remedio, aparta una parte de la paga del mes, si la tienes, y agénciate una ayudita a la semana. Si no…

– Y una pésima. Te «apaletas» que no veas. Ya no veo mundo. Como no me da la vida y no salgo más que por mi barrio, cuando salgo más allá del distrito, parece que he cruzado un continente y solo me falta la boina y la gallina bajo el brazo. ¡Una pena que me doy a mí misma! Con lo que yo he sido y para lo que he quedado!!!

Total, que como veis, y como ya sabíamos porque no he descubierto nada nuevo, esto de currar en casa y más concretamente en la cocina pues tiene sus ventajas, con las que he de quedarme para seguir viviendo a gusto, y porque no me queda otra, básicamente.

Y su reverso, pues claro. Que se te pegan las lentejas, que la silla se te pega al culo, que la criatura te pega los mocos a la pantalla… Pero amiguitos, es lo que hay, deducimos después de esta parrafada que os he echado, así que aquí seguiremos mientras la cocina no me haga un ERE. Y tan contenta.

Epic fails

Taringa.net

Llevo unos días así como pensando mucho, raro en mí, en divagar sobre el fracaso como experiencia vital, sobre las meteduras de pata más o menos graves que nos acompañan queramos o no, sobre los deslices que van determinando, mucho, pero, mucho más que nuestros éxitos, el camino que vamos andando.

No es que me ponga trascendental, no se me asusten, es que me aprieta sobremanera la faja premamá (será de los chinos) y este es uno de sus efectos secundarios…

Y es que en esto tan ameno que es el vivir, resulta que lo más «divertido», lo más jodidamente interesante, es afrontar el error propio. ¿Lo han pensado ustedes, amigos? Porque yo lo pienso día sí, día también… Sí, cada vez que me luzco, han deducido bien.

Tampoco es que me pase el día en el lado oscuro (o sí?). A veces, en un momento milagroso y luminoso cual aparición angelical, descubro que tengo razón, y de la emoción no me sale otra cosa que repetírselo de manera histérica y hasta la saciedad al que tengo a mi lado, a la sazón mi santo: ¿Lo ves? ¿lo ves? Tenía razón, ¿lo ves? ¿lo ves? ¿lo ves? ¿lo ves? ¿lo ves? ¿lo ves? Y así hasta el infinito. O hasta que mi santo simplemente me mira, se levanta y se pira. Y a otra cosa.

(Observo con regocijo que esto de remozar el éxito propio a los demás le pasa a mucha gente. No soy la única pues que se precia de no saber callar ante un acierto, muy probablemente accidental. Y me parece curioso. Y digno de estudio por parte de alguien que sepa, claro).

Pero cuando fallamos, ay, amigo, eso es otro cantar…  Lo hablaba con un amigo hace poco, como reconocer que nos hemos equivocado es casi como poner a sabiendas la mano encima de la plancha en plena faena (de planchar, no me piensen mal que además de vicioso es muy complicado). Sí, reconocer ante uno mismo, y ante los demás, que la has jodido me parece una sensación bastante similar en cuanto al dolor que experimentas en tu propio ego. Como cuando te depilas los pelos de las cejas la primera vez en tu vida. O como cuando te golpeas el dedo pequeño del pie con una esquina de la cama cuando te levantas de noche al servicio. O como cuando, de joven descubres, accidentalmente o no, que la colonia es para el cuello y alrededores, porque hay sitios donde escuece, bastante. Ese latigazo en la espina dorsal que te hace apretar los ojos tanto como la Esteban cuando hace que piensa… Ay, madre, pa darte un par de leches bien dadas, ¿eh?

Reconocer que nos equivocamos, mucho o poco, me parece de lo más terriblemente complicado que hay como ser humano, mucho más incluso que conseguir cita para el médico de la Seguridad Social el mismo día en el que llamas o salir en una foto de un fotomatón. En tu negocio, en tus relaciones personales, en la educación de tus churumbeles, en el cambio al hacer la compra con la Jessy delante tuyo y mascando chicle… Reconocer el error debería ser asignatura en el colegio mucho más que Cono o lo que sea que dan ahora, o algo obligatorio como hacer la mili de hace años. Porque a fin de cuentas, todos, todos, todos nos equivocamos, por muy listillos que seamos. Sin excepción. Mira si no Einstein con lo cerebrito que era y como la metió hasta el fondo al inventar la bomba atómica. Se equivocó Eva al hacer caso a una serpiente (a una serpiente! estaba tonta aquella mujer??) y no hacerse un bolso y unos zapatos a juego con ella, allá por el principio de los tiempos, y Colón al buscar aparcamiento para sus carabelas mientras buscaba las Indias. La pifió de lo lindo Zapatero al decir que no había crisis (qué crisis, qué decís? qué invento es ese????). O Mourinho, con lo que sabe según mi santo de fútbol, y alinea a quien no debe frente al Barça (momento patrocinado por el BBVA, adelante…). O Rouco Varela cuando habla sobre la mujer, o cuando habla en general…

Reyes, sus yernos, los del FMI, políticos de todos los colores, jueces a puñados, médicos unos cuantos, sabios, ignorantes, las misses superguapas, cualquiera de nosotros la mete bien metida. Es «asín». Y «asín» será, hasta que aparezca otra serpiente en el camino y el mundo se vaya a la mierda, vía Eva, por supuesto, una mujer tendrá que ser (a qué sí, Rouco?).

Triunfar y hacer las cosas bien mola, va bien con todo y es fácil de asimilar.

Lo chungo, lo que nos hace crecer como personas, o al menos tener bien recortaditas las uñas para no clavárnoslas y hacernos pupita, es saber levantar la cabeza y decir al mundo: sí, amiguitos, soy una Remedios Cervantes cualquiera, y la he metido pero bien. Lapidadme si queréis…

Eso sí, consuela saber que por mucho que nos equivoquemos, a nosotros, seres anónimos y simplones, al menos no nos verán millones de personas en directo. Eso ayuda, ¿no?

2011, un año accidentalmente extraño

Estas fechas están llenas de topicazos: hay que ver que rápido se me ha pasado el año, Tomás, que cada año somos más consumistas, ya sabes, lo importante es el detalle, los españoles nos gastaremos una media de 300 euros estas fiestas, en Barranquilla del Palomar han celebrado las 12 campanadas tres días antes, hoy los Reyes han sido una vez más las bicis y las videoconsolas, etc, etc, etc… y «asín y asín» hasta el infinito que nos llevará sin solución de continuidad a la cuesta de enero, la subida del gas y del metrobus (sí, señor Echevarría, eso sigue existiendo!) y a la cola del Inem…

Pues aquí otro tópico de los de manual: el repaso del año.

Y, amigos, este año ha sido cojonudamente extraño. De esos que estás ahí tomándote unas cañas un día con tus amigos, y dices, ya medio pedo: ¡joder, es que ese año fue cojonudamente extraño! Y nadie te entiende porque también van medio pedo pero les hace mogollón de gracia y se parten la caja contigo, o de tí…

Pero es que es verdad, que lo ha sido.

Terminó y empezó felicitando las fiestas como siempre de la forma más rápida y cibernética, como todo el mundo que no manda christmas, entre los que me encuentro desde hace años y es que, entre otras cosas, soy literalmente incapaz de guardar las direcciones de mis amigos y familiares en el mismo lugar cada año. Así que por no tener que preguntar las señas y reconocer mi absoluta falta de organización, pues lo voy dejando para días mejores y menos azarosos.

Me comprometí, en vano, he de aclarar, y en un alarde de pedantería intelectual que a veces me permito, a alcanzar los 50 libros en un año. Ja ja, ni de coña, amigos… Ya me hubiera gustado a mí alcanzar esa cifra, pero se me han complicado las cosillas un poco (no hay excusa que valga, pero si tengo que buscarlas tardo menos de un minuto, vamos…). Y creo que mejor no me pongo a reseñar los que me he leído, entre otras cosas porque no me los he apuntado, aunque dije que lo haría, y el tiempo empleado en hacer memoria me viene al pelo para otras miles de cosas más urgentes como conseguir emparejar los calcetines desertores de mi hija, que se empeñan en dispersarse por la casa tras la colada… Aunque, si tengo que elegir uno de todos los que recuerdo así a bote pronto a estas horas de la mañana, me quedo con Anatomía de un instante de Javier Cercas.

Entre despistes y olvidos, me he reencontrado con amistades muy queridas como la sublime Aroa, he añadido nombres guays a mi lista de gente preferida, he descubierto series de TV geniales como Portlandia o Rubicon, he entrado poco a poco y de manera subrepticia en el mundo de las madres y padres blogueros (que mira donde me iba a llevar…), me he ido poniendo motivos para empezar el día al llegar a una oficina donde la cosa se iba poniendo chunga por momentos, he emprendido mi cruzada personal contra los Cantajuego y sus perversos efectos irreversibles en algún bucle blandito de nuestro cerebro y del de nuestras criaturas, allá por la zona derecha, girando la segunda a mano izquierda (sin acritud, eh?), me he metido en berenjenales muy divertidos y surrealistas, de esos que estás ahí toda empantanada y piensas: dios, pero qué estoy haciendo? y he plantado mi bandera en la puerta del gimnasio, porque no, ¡no voy a volver en una buena temporada!

Además, he alucinado con momentos históricos como el del 15M y sus consecuencias, me he enfrascado yo solita y bajo mi cuenta en riesgo en debates finos filipinos como el momentazo Sora, me han conquistado los modelitos noñoños y sus dueños más aún, he flipado con también momentos históricos y trascendentales en mi vida como el viaje a Israel, y he asistido a algo tan histórico y surrealista a lo chiste malo como un despido sin haber casi soltado la maleta…(algo casi irrelevante, en un momento como éste, en el que soy simplemente una más de los casi cinco milloncejos de españolitos que hacen cola en estos sitios tan agradables, las oficinas del Inem)…

Ha sido un año cojonudamente extraño. Un año de meteduras de pata estruendosas y aciertos de duración indeterminada. Un año de hostiones con la mano vuelta, de crisis, paro, de qué hago ahora con mi vida, de qué hago en Madrid con la Botella de alcaldesa y la Aguirre de presi, por no hablar del panorama nacional…, de qué hago en este barrio donde las cagadas de perro que hay en la calle son del tamaño XL-caballuno por lo menos y a los que mi criatura ya ha puesto hasta nombres de pila de la familiaridad que les está cogiendo (a las cagadas, a las gitanas en zapatillas de estar por casa y a los yonquis varios en chándal). Un año donde tiraría muchas cosas y a muchos a la basura, sin reparos ni mirar si va en la bolsa amarilla o en la negra…

Pero, también, el año de la preñez, el de los proyectos sin fin, el de hacerle un corte de manga al sistema y el de liarme la manta zamorana a la cabeza (gracias a mi santo por aguantarme, mérito tiene, sin duda…).

Un año extraño, raruno, fuerte pero sin destilar, como esos vinos peleones que te dejan dolor de cabeza al día siguiente, y que ya se acaba, calendario y paracetamol mediante.

Y no sé por qué, será el instinto «preñil» o ver el panorama que tenemos montado (y alguna vez que otra y de pasada, algún programa de Telemadrid), pero me da a mí que el que viene va a ser también de los de «agárrate, María, que esto es como el final de Lost…». Una fiesta.

En resumen, que el 2012 y el fin del mundo nos pille con las bragas puestas (y limpias) y sed muy felices, amigos.

Días de poco cine

Hace ya unos años, dos y pico para ser súper exactos, que el mundo del cine y yo estamos regañaos. Con lo que yo he sido, madre… Yo, que me leía los Cahiers du Cinema en la biblioteca de la uni…Yo, la fan number one del insigne Gasset y sus Días de Cine de la 2 (el de Caye no, no la trago). Yo, que me he recorrido uno a uno, y con boina, of course, todo el circuito de cines alternativos de la capital, los de versión original y los que incluían música de cámara como banda sonora, y que me sabía hasta cuándo tocaba el ciclo de cine chiquitistaní en la Filmoteca

Con lo que yo he sido, una pedantona cinéfila de las buenas… Y ahora es que me dicen que me chupe la última del Von Trier y es que me meo de la risa (no culpen aún a mi estado, eso vendrá en unos meses). Vamos, que antes me depilo uno a uno los pelillos de los sobacos que someterme a otra más de esas torturas intelectuales de duraciones infrahumanas y que luego nadie entiende.

Y es que les confesaré que ahora veo muy pocas películas, pero que muuuuy poquitas. Ni buenas, ni malas, ni regulares. Porque, les explicaré, primero hay que encontrar el hueco. Que con una criatura de dos años es complicado, aunque no imposible, no nos pongamos tremendistas. Pero cuando la tienes acostada, o apañada con algún ser caritativo o la has enviado a otra dimensión alternativa (no me pidan explicación, cada uno que piense lo que quiera que es mejor), te lanzas cual campeona olímpica de asalto al sofá, y repasas mando en mano la retahíla de títulos que almacenas desde hace años en el disco duro, ejem, ejem, digo en la videoteca, pues como que la placentera tarea de ver algo decente se convierte en un ardua selección, acaso comparable con no encontrar reposiciones del Príncipe de Bel Air en la TDT.

Primero, la duración. Descartadas a partir de 120 minutos. Total, la mayoría…Porque desde hace un tiempo a los directores parece que les regalan los metros de película, así como en plan supermercado «¡estamosquelotiramosoigan!». Que ya me veo al director comprando a su tendero de confianza: «¿Me pone hora y media de filme de los buenos?, y me lo parte finito, ¿eh? Que el último no había quien se lo comiera de lo denso que me lo puso…». A lo que el fiel y comercial tendero, con eso de que estamos en crisis, agudiza el ingenio mercantil y le contesta, el muy sibilino: «Si se lleva tres horas de este en color le regalo el 3D premium y una hora más de extras que hará las delicias de sus fans. Vamos, se van a quedar encantados. Me está saliendo muy bueno, ya me lo dirá, ya me lo dirá…»

¡Y los incautos pican! ¿Por qué? ¿Por qué, amigos directores del mundo, os empeñáis en alargar nuestra agonía hasta el infinito? ¿Cuándo dejó de ser atractivo un final a tiempo, una retirada digna, un The End a la hora y cuarto de empezar la proyección? Porque yo puedo entender que, a veces, en muuuuuy contadas ocasiones, uno tiene que rodar Lo que el viento se llevó y claro, pues como que un dramón así , con lo que tuvo que ser eso, pues no se hace en una hora. Vale, pues ya está, ¡ya se ha hecho! Tampoco hace falta que todas sean Los diez mandamientos ni ustedes son Cecil B DeMille… ¡No nos jodan más a las personas con horarios normalmente apretados y hagan películas cortas!

Dicho esto, con tono más bien exaltado, las hormonas deben ser, añadiré que el segundo filtro a la hora de visionar es la temática. Como todo el mundo, vamos. Las que primero elimino son las de tensión de morder el cojín, de esas de persecuciones y mucho susto. Ni-de-coñen, amigo, me voy a tragar yo algo que eleve mis pulsaciones con lo elevadas que las tengo yo entras las entretenidas e inconclusas obras en mi mansión, mi exilio a ésta, la suegros’ keli, mi muela en estado crítico, mis proyectos laborales en ciernes, una conexión a internet alternante y esquiva, una preñez emergente con su consiguiente sopor y aletargamiento y mi inmersión en ese mundo aterrador del grupo social conocido como «esos padres que llevan a sus hijos en coche al colegio» y a los que se puede distinguir por ese tic intermitente en el ojo izquierdo, las llaves del coche incrustadas entre el incisivo superior y el colmillo superior y un niño lanzadera que aterriza solo en clase porque «¡tengo el coche en doble fila!».

Bueno, pues eso, que de estrés mejor que no.Y de llorar, ¡menos! Nada de dramones, tragedias ni nada que se le asemeje. De miedo tampoco, que luego sueño. Y como gracias al embarazo me toca salir de la camita a horas intempestivas al menos una vez a eso tan humano de hacer pis, pues no vaya a ser que encima me cague por las esquinas. Quita, quita.

Si me pones documentales o algo serio, me duermo. Es un hecho. Y si es un musical, también.

Total, que solo, solo, solo, solo elijo comedias. Pero para cuando he elegido una que dure menos de dos horas, que sea inteligente, rápida, que no sea una americanada, que tenga buena dirección y una fotografía excelente, que esté en versión original, que no salga Adam Sandler, salvo la de Little Nicky que ya me la sé de memoria, y, muy importante, que no sea española porque, en realidad, no es comedia sino drama, que ya me las conozco, pues cuando ya he terminado de elegir una, ya me ha entrado la modorra y casi que me voy a la piltra a soñar con pelis más cortas, obreros eficaces, elecciones democráticas y, en definitiva, un mundo mucho mejor.

Y tú, mujer, ¿qué eres?

Te levantas por la mañana, desgreñada y con ojeras, y te miras al espejo.

Y, además de las bolsas, las arrugas y las manchas por el sol acumulado durante los años, ¿qué ves?

¿Eres una madre abnegada, atenta a las toses de las tres de la mañana, que salta del colchón al mínimo suspiro y que sacrifica sus propios anhelos por ver cumplidos todos los deseos de tus pequeños?

¿Eres la esposa enamorada, siempre dispuesta, siempre despierta, siempre atenta a las necesidades de tu hombre, como si después de él no hubiera nada ni nadie?

¿Eres una mujer en la treintena que busca su identidad igual que lo hacía a los quince y no se reconoce en los trajes de sastre ni en los tacones?

¿Eres una profesional en lo tuyo (sea lo que sea a lo que te dediques) y todos tus pensamientos durante las 24 horas del día se enfocan a prosperar y llegar más lejos en tu carrera?

¿Eres amiga de tus amigos y abandonas hasta la cita con el Papa para ir a tomarte unas cañas con tus chicas?

¿Eres maruja de tu hogar y tienes la casa como una patena y a tus hijos y marido como sultanes en su harén?

¿Puedes serlo todo a la vez? ¿Realmente queremos serlo?

Ayer alguien me dijo que, como madre, al no trabajar, ya podía irme a mi casa a cuidar de mi hija. Como si eso fuera lo único y lo mejor que sé hacer. Como si ese fuera el papel que me toca y ya está. Sonríe, da las gracias y baja la cabeza. Y a casa. Y no molestes más.

Y aunque yo tengo claro que no soy completamente nada de lo anterior, sigo averiguando cuál es realmente mi papel en todo esto.

Esa fea costumbre de sufrir

Esta tarde, como muchas, mientras luchaba con el carrito de mi hija para avanzar por las «bacheadas» calles de mi barrio, iba amenizándome el paseo con las noticias de la radio. Y algo he oído que me ha hecho sonreírme para mis adentros: las mujeres vivimos más años que los hombres. Sí, más. Pero peor.

Sí. Lo de que las mujeres somos más longevas ya no es noticia. Pero lo de que llegamos a la senectud en peores condiciones me ha hecho gracia, por llamarlo de alguna forma.

Decían en la noticia, de RNE, por cierto, que el hecho de trabajar fuera y dentro de casa, de ocuparnos de los hijos y en muchos casos también de los padres, supone para las mujeres un envejecimiento mucho más duro que el de los hombres. Vamos, tampoco es que hayan descubierto la pólvora o la fórmula de la coca-cola, pero sí que me ha hecho pensar. No ya en la eterna discusión sobre la igualdad de sexos. Tampoco en la supuesta y no cumplida conciliación laboral-personal. Y ni siquiera voy a entrar ni de refilón en el papel sacrosanto que cumple y seguirá cumpliendo la mujer en la familia y en la sociedad. No, ahí no está el asunto hoy.

En lo que sí que he caído, una vez más, es en esa fea, y ancestral, costumbre que tenemos las mujeres de tomárnoslo todo tan a pecho, que parece que se nos va la vida en ello. Ya sea que la caldera no funciona como dios manda, que hay que encontrar unos calcetines a juego con la chaqueta de la niña o que el carnicero te pone en la tesitura de elegir si quieres morcillo o falda para el cocido, todo lo convertimos en un asunto de estado mayor, digno de un cónclave al llegar a casa con tus mejores amigas y consejeras, en torno al problema en cuestión. Y eso en los mejores casos. Porque más de una nos llevamos el berrinche del siglo, con hipo y todo, si la falda del año pasado no nos entra, no dormimos pensando en cuánta gente habrá visto ese maldito pelo-negro-de-bruja debajo de la barbilla que ya medía casi un metro cuando al fin nos lo hemos descubierto, o nos «emparanoiamos» apagando las luces de casa y sin hacer ruido cuando llaman a la puerta y sabemos que nos quieren vender algo…

Sí. Ya sé que esto va por barrios, y que más de uno habrá que también padezca estos ataques de realidad trágica que nos sobrevienen a muchas. Y que, por el contrario, también las hay más panchas que un ocho, que les da todo igual y pasan tres o cuatro pueblos de las cosas. Pero yo me refiero a esa inmensa mayoría dominadas por el cromosoma X que sufren en silencio o a grito pelao, y en las que tristemente, y aquí sufro de nuevo, me incluyo.

Envidio con toda la intensidad de mis mechas esa actitud pasivo-ignorante, tan masculina, que podría representarse acústicamente con un «buah». Envidio esa forma de pasarse las cosas-no-importantes-para-ellos por los mismísimos, y seguir viviendo tan dignamente, como si nada, como quien hace zapping en la tele mientras se rasca otra vez los mismísimos, cuando nosotras nos mortificamos, arrastrándonos por las esquinas, acosadas por nuestras dudas, nuestros «porqués», nuestros «deberías» y nuestros llevárnoslo todo a lo peor. Porque si llevamos a los niños a la guarde mientras nos vamos a currar les vamos a traumatizar de por vida. Porque si no hacemos horas extras en el trabajo nos van a tachar de lastre en la oficina. Porque si nos tumbamos a la bartola un domingo por la mañana nosotras mismas nos laceramos en nuestros «adentros» hasta conseguir levantarnos y ponernos a planchar los malditos uniformes del colegio…

Sufro porque envidio a los hombres. Porque son más «asín»… Porque solo se enfadan en serio cuando el árbitro no pita esa falta, que estaba clarísima, ¡joder! Y les envidio, sobre todo, porque no se echan a la espalda los problemas. Los muy ladinos los esquivan. O se compran una moto.