Mari, el gimnasio no es para mí…

Si tuviera que elegir un sitio donde estoy más descolocada que la Esteban en una biblioteca ese sería, sin duda, el gimnasio.

Desde el mismo momento en el que cruzo su puerta ya siento sobre mí la mirada escrutadora de la recepcionista buenorra, con la coleta tan apretá como sus muslos, que teclea descuidadamente el teclado mientras le ríe las gracias masculinas al ser sudoroso e hiperbronceado que se apoya sobre el mostrador para contarle al oído sus peripecias nocturnas en la Garamond.  Y voy escurriéndome hasta el baño, y de ahí a la sala, intentando que no se me note mucho, para que no se me acerque el musculado Guardián de los Seres Gimnásticos, me enseñe la placa y me diga: «Señora (me llamará señora, seguro, allí soy mucho más mayor que en el mundo real), usted no puede entrar aquí, sabemos que no viene más que a leer en la bicicleta estática».

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Un día me hago pandillera, avisados estáis

A vueltas con el día a día, con la realización personal, con la maternidad responsable, con la crianza con apego, con ser una buena madre, con las bragas Palominos dichosas, con mi (vida) entre paréntesis y con la crisis esta que nos han metido entre pecho y espalda precisamente los que siguen teniendo pasta, hay días como hoy en los que me comería viva, con pelos y todo a lo Ozzi Osbourne, a más de uno, en los que me cago en las políticas de recortes sociales (y en los políticos en general) y en cómo están convirtiendo un mundo medianamente llevadero en un olla de presión de las antiguas, de esas con el pitorrillo negro bailando encima, sí, de esas que pitan de sobre nuestras cabezas como diciendo «voy a explotar y os vais a enterar de lo que es una buena crisis, tontosdelculo».

Semana Mundial de la Lactancia que nos dejan

Es la Semana Mundial de la Lactancia Materna y toca una reflexión al respecto. Nada más dar a luz y en plena efervescencia hormonal  icé la bandera de la lactancia a demanda y enarbolando el manual de san Carlos González me proclamé defensora a ultranza de ese derecho de madre e hijo a una lactancia natural y sin intervenciones. Incluso me atreví a arengar a mis compañeras en mi afán comunicador, “maternificador” y casi-evangelizador, tanto que cualquiera en un momento de hartazgo, y con bastante razón, me hubiera dado un «tetazo» por pesada y por meterme en escotes ajenos…

Ahora, tiempo después ( habiendo amamantado hasta los dieciocho meses), y con las hormonas algo más recolocadas (si bien témome nunca volverán a ser lo que eran hasta que me llegue el momento Tena Lady), contemplo con más distancia, más tiempo y mucho más relax la cuestión pecho sí-biberón no.

Y aprovechando la fecha (celebración que no llego a entender, ya que no tenemos Semana Mundial de Quitarle el chupete o de Introducción de las Verduras), diré que el pecho es una solución económica, rápida, cómoda y normalmente, indolora, presenta todas las ventajas ideales para que todas las madres la adoptaran como método de alimentación. Está científicamente demostrado que la leche materna es el mejor alimento, por mucho que los anuncios de leche de fórmula nos digan que ellas lo hacen casi igual de bien, y tanto para el bebé como para la madre los beneficios fisiológicos y emocionales son indiscutibles.

Pero, por muy ventajoso que resulte, no a todas las mujeres les parece la idea más genial de la creación humana y hay que respetarlo y no indignarse con ellas ni mirarlas con recelo (como antes se hacía con las que sí amamantaban, las menos, recordémoslo) o cuchichear mientras compran en la farmacia el botecico de los dichosos y carísimos polvos. No es cuestión de diferenciar en quién da y quién no, sino en ir más allá y ver el motivo de muchas de esas decisiones.

Porque hay quien tiene mastitis nada más dar a luz y se les echa la culpa por no saber ponerse al niño (claro, como eso te lo enseñan desde primaria…) y no se les ayuda desde el hospital prestándoles sacaleches, sino que se las lanza sin más a sus casas, donde llorosas y con los pechos como bombas de SuperMario a punto de estallar, maldicen trescientas veces treinta y tres la lactancia de la madre que la fundó.

Hay quien no tiene apoyo a su alrededor y su enfermera de cabecera le sigue dando los mismos consejos del añolaTana del doctor Spock y “Tu hijo”, con los famosos diez minutos de cada pecho, haciéndose el lío padre con el tiempo que darle a su pequeño, que si se queda con hambre, que si no tengo leche suficiente, que si le doy un bibe para que no se quede el pobre con el estómago vacío… Y si encima sus mujeres de referencia, véanse madre y suegra de la generación biberón of course, pues ya se prepara el tinglao. Y a los tres meses como mucho, la protagonista ya lo ha dejado.

Hay quien quiere dar el pecho durante al menos sus seis meses, que es lo que recomienda la Organización Mundial de la Salud, que no porque tengan mayúsculas van a saber más que nadie, pero vamos, que dan bastante credibilidad. Pero, hete aquí, que si la mujer ha de reincorporarse a su puesto de trabajo a los tres meses y medio (ese momento trágico en el que se te cae el alma a los pies porque te das cuenta de que la vida es una mierda) las cuentas no salen. Y resulta que si decide seguir con lo del pecho ha de montar la de Cristo para poder sacarse la leche en su oficina mientras a su pequeño lo cuidan otros (ya sean abuelas o cuidadores), que así en resumen, viene a ser algo así:

-llevarse la neverita de rigor con el sacaleches manual o automático, los botecicos preparados para la leche y el tupper con las lentejas,

-ausentarse de su puesto lo que buenamente dure la extracción/ordeñamiento, que para los que no lo han vivido nunca, no es un proceso automático, de estos de meter la monedita y “su tabaco, gracias”, sino que dura lo que tenga que durar…

-sentirse culpable por estar fuera durante un rato (además, la culpabilidad viene de serie tras el parto) y pensar que, mientras está ahí líada con su ordeñamiento, el jefe supremo del mundo mundial le va a llamar a su puesto en el que, ¡oh, dios, no está! ¡que está ahí, estrujándose los pechos afanosamente en vez de estar mirando su perfil de Facebook frente a la pantalla!!!

-esconderse del mundo porque lo de “me voy a ordeñar, ¿te vienes?” sale perdiendo frente al “me voy a fumar fuera, ¿te vienes? o al “son las diez, toca desayuno, ¿te vienes?”,

-conseguir exprimir la cantidad suficiente de leche para que el niño no se quede con hambre al día siguiente (uno de las mayores causas de estrés de las sufridoras amamantadoras que persisten tras su reincorporación y que a una servidora también le traía por el camino de la amargura),

-almacenar el preciado líquido sin que se contamine en el proceso (no todas las cocinas de oficinas están igual de equipadas) y seguir escondiéndose mientras se limpian aparejos (el sacaleches impresiona, os lo digo yo)

-y mantenerlo refrigerado hasta que llega a casa sano y salvo, cual agua bendita del mismísimo Lourdes.

Y eso cuando no se abandona directamente porque, francamente, esa media hora de lactancia que dan las empresas es como de partirse la caja y luego echarse a llorar. ¿Quién ha decidido que son treinta y no cuarenta minutos los que un bebé necesita para compensar las seis horas de media que su madre está fuera de casa? Y encima hay que darles las gracias, como con la dichosa jornada reducida… Que parece que están dando algo cuando todas sabemos que no sirven más que para juntar esos minutejos con la baja maternal, o para salir antes, media hora y que como te pille el metro apretado como siempre, pues vamos, que llegas casi igual y encima te miran mal en la ofi por eso de que te vas antes que nadie…

Total, que me extiendo demasiado, que sí, que tenemos que celebrar la Semana Mundial de la Lactancia Materna, que ahora se está poniendo otra vez de moda y es genial, que yo encantada. Pero no nos engañemos, si muchas madres no la eligen no es porque no le de pereza levantarse por la noche, ni porque crean que se les va a caer el pecho, o no quieran darle lo mejor a sus hijos. Es que no muchas veces, no pueden hacerlo ni cómo quieren, ni el tiempo que quieren.

Y ahí es donde radica, desde mi humilde opinión, el gran problema, lo que hay que denunciar, y contra lo que hay que luchar.

Más posts sobre el tema de la semana (seguro que hay muchos más, solo hay que seguir enlaces, pero con estos se puede empezar):

Mamá contra corriente:  Por qué no nos fue bien con la lactancia maternaPor qué no acudí a un grupo de lactancia

Miriam Tirado: De tetas, biberones, culpas y decepciones

Imagen de la home de http://twibbon.com/_breastfeeding. Y para que nadie se quede sin saber lo que necesita, enlaces imperdibles:

World Breastfeeding Week

La Liga de la Leche

Realidad aumentada: un santo, un coche y un pecado

Yo tengo un coche, al cual aprecio lo justo para tenerlo a todo riesgo.

De segunda mano, robusto, con un maletero en el que caben todos mis zapatos en línea recta. Y muy eficaz, vamos, que arranca, y me lleva sin darme ni una tos, con su aire fresquito, su loro estéreo para poner mi musicote y su espejo retrovisor para ver a mi criatura mientras se echa un sueño. Un primor.

Pero vamos, que todo el cariño que yo le tengo al coche termina con el «cli-cli» mecánico y molón del mando al darle al «lock». Lo cierro, casi siempre, me piro y me olvido. Y ya está. Que no le hablo (por ahora) ni él me habla a mí (eso espero que no me pase nunca), ni lo siento proyección de mi ser, así que, en resumidas cuentas, mi relación con mi coche es espectacular…

Reflexión del momento: A mí, conducir, ni fu ni fa, la verdad. Pero he de decir, porque así lo creo, que lo de las mujeres y el conducir-mientras-me-pinto-los-labios es un mito (igual que el muy arraigado también del conducir-mientras-me-saco-el-moco-que-me-molesta-desde-Parla que se le atribuye a muchos machos de por ahí), y una en su ignorancia conoce de buena tinta a unas cuantas mujeres que adoran ir al volante, que sienten el cosquilleo ese del «me gusta conducir», que van con mil ojos y son mucho más prudentes que muchos locos con los que me he cruzado. Pero claro, no vamos a generalizar, ni en un caso ni en el otro, que este no es un post pro-conducción femenina (aunque pudiera parecerlo), sálveme la blogosfera de meterme yo en esos lodazales misteriosos y bastante inútiles, digámoslo así.

Lo que yo quería decir, tras esta disgresión, es que me llevo genial con mi coche. Siempre. Hasta que al finalizar la jornada, ese afortunado día en el que me lo he llevado a pasear, y ambos, él y yo, regresamos al hogar exhaustos de tanto estrés en las carreteras madrileñas (que ya hay que tener ganas de dejarse el abono transporte en casa y meterse en ese caos histriónico e histérico que es nuestra ciudad). Volvemos triunfantes, sanos y salvos cantando el «qué buenos son los padres agustinos…«, nos aposentamos en nuestra intrincada plaza de garaje, hacemos nuestras cuatro o cinco maniobras para quedar finiticados, porque yo prefiero tomármelo con tiempo y mimo, y ahí se queda él, tan contento, meneando la colita (si la tuviera) y esperando tan alegre la próxima excursión al mundo exterior rodeado de payos, hermanos, fregonetas y ferraris (contradicciones intrínsecas de mi barrio).

Pero ahhhhh ilusos, que os creeíais que aquí acababa el cuento (sin sangre, por cierto)… Pues no, ¡¡que ahora la alegría torna en tragedia!! Y ¿por qué? os diréis… (O no, pero yo os ayudo). Pues porque aquí entra en escena ¡mi santo!, el protagonista de esta pequeña tragicomedia en dos actos. Y el cual, casualmente, llega al mismo tiempo que nosotros, y recién despositado en el suelo por su megacochedesolterodetrespuertasynomelotoquesquemelorayas  y como olisqueando el aire en torno al coche, se aproxima a nuestro humilde «familiar» y sin ni siquiera mirarlo, cual trol del Señor de los Anillos a la caza de un hobbit gay cualquiera, me dice con un tono altamente cargado de reproche (y tan familiar como si fuera la vez número ciento veinte que me lo suelta): «pero bueno, ¡ya le has dado otro golpe…!«.

Y yo miro a mi coche. Y mi coche me mira a mí. Nos miramos. Uno al otro. Sin apenas entenderlo. La tensión se masca como un chicle ladrillo de esos que duraban años. Y mi mente va a mil por hora, repasando uno a uno todos nuestros movimientos del día… ¿Por qué me dice esto, así sin ni siquiera echarle un ojo al vehículo? ¿Es que lo huele? ¿Es que me ha puesto una cámara y me observa tomando notas en su cuaderno amarillo? No puede ser, se habrá equivocado, seguro… Se va a enterar, acusándome a mí de darle al coche cuando lo he tratado genial, vamos…

Y ahí me debato en mis oscuros pensamientos de emboscadas y persecuciones hasta que, inmersa en  cavilaciones auto-exculpatorias, recuerdo, entre la bruma o los calores de una tarde veraniega, más bien sudores, ese pequeño roce, apenas caricia amorosa y sensual, que experimentó el amigo coche, al entrar, con mucho esfuerzo y algún que otro empujón con tocamientos en el ladino ascensor del garaje. ¡Malo que es él que cierra las puertas justo cuando estoy en pleno proceso de inmersión! Que eso es tan malo como entrarle a alguien, ponerle a punto de caramelo, y cuando está la cosa en curso, dejarle con las ganas puestas y las puertas cerradas!  Así, entre terribles y dolorosas sospechas, le miro el trasero a mi respectivo, al santo no, al otro, con incredulidad y con cara de inocente compungida y condenada sin razón. Y lo vuelvo a mirar. Y ahí está.

El pecado…

¡Ups!

 

Madres 2.leches

Aquí estoy, delante del ordenador, con la toalla en la cabeza y chorreando de la ducha pero tecleando febrilmente, cuando debería estar secándome el pelo y esas cosas normales que hace la gente cuando sale del baño… Y ¿qué hago? Pues me leo de pe a pa el blog de la sabia y muy inglesa Sally Whittle con este post sobre cómo afecta escribir un blog a la maternidad y me quedo con esta pregunta que cierra sus palabras:

«What do you think? Is blogging taking away from your ability to be a good parent – or adding to it?». O lo que es lo mismo: Tú qué piensas? ¿»Bloguear» disminuye tu habilidad para ser un buen padre/buena madre, o la mejora?

Lo leo y me digo: esta mujer me ha leído el pensamiento (incluso hablando otro idioma), o lo que me queda de ellos después de unos días a jornada intensiva como madre…

Porque ahora que ambas estamos de vacaciones (voy a llamarlas así aunque las mías son obligatorias como bien sabréis)  y estoy con mi criatura de sol a sol, con ella adosada a mi chepa y michelines sin pausa ni receso (salvo la santa siesta y la noche, of course) me encuentro así de pronto y sin aviso previo con un vacío existencial en mi persona y razón de ser: ¡no tengo tiempo para escribir en mi blog! Dios, ni para actualizar mi facebook, ni para responder los emails o fisgonear en twitter, ¡para nada! Si hasta hablar por teléfono requiere de la infraestructura de manos libres para poder empujar del carro mientras hago la compra, que en el Ahorramás ya me conocen como «la loca esa que se ríe a gritos mientras espera  el turno de la pescadería»… Vamos, que yo estoy requete-entregada a mi faceta como madre, y encantada, que no digo yo que no, pero coñe, que también tengo derecho a hablar y relacionarme con alguien más que no sean la familia de los Pepes (todos los muñecos de mi pequeña tienen el mismo nombre, para simplificar, vamos), la tendera del mercado y los amigos imaginarios de mi criatura, ¿no?

Pero en estas me acuerdo de una frase de mi santo, de esas que me ha soltado medio-en-broma-medio-ya-te-lo-suelto, cuando él llega a casa al final de una de esas tardes infernales-salidas-de-Mordor en las que mi hija ha decidido poner a prueba mi paciencia semi-infinita y yo ya estoy buscando oxígeno, agarrada a lo alto de una estantería con los nervios como escarpias y con la lágrima asomando tras el rabillo del ojo, para, en cuanto él se pone a charlar con la niña, engancharme rápidamente, y sin mirar atrás, a mis redes, cual yonqui desesperada por su chute cibernético y murmurando para mí: es triste de pedir… Y en medio de mi ataque de ansiedad comunicacional, va mi santo,se acomoda en el sofá con la niña en su regazo, tan pacífica como un niño de esos de anuncios que no se mueven cuando les manosean y me dice con sorna: «uyuyuyuy, estás abandonando a tu familia…«. Y es entonces cuando llega la ambulancia a la puerta de mi casa, salen tres maromos cachas con el uniforme del samur, y me ponen las palas de esas que te meten nosecuántos vatios de potencia entre pecho y espalda… Y sí, luego, revivo…

Entonces, ¿qué pasa con el 2.0 dichoso y tanta red social (que cada día sale uno nuevo, leche) y tanto blog y tanta gente a la que conocer y tantas cosas que leer y tanta ansiedad por el saber…? ¿Nos ayuda o nos mete más presión aún? ¿Acaso soy una madre negligente cuando intento buscar un minutito para respon

der ese email que parpadea en mi cerebro? ¿Hay más madres y padres que se lanzan al ordenador como zombies a un higadito fresco cuando sus hijos cierran por fin los ojos y la boca? ¿Estoy siendo víctima del síndrome 2.leches? ¿Es esto bueno o malo?

Vosotras y vosotros, santos varones, ¿qué pensáis? ¿Somos las madres 2.leches unas adictas al wi-fi que desatendemos a nuestras familias?

Me voy, que se acabó la santa siesta…

Cuentos chinos de nuestros días: «mujer, tú también puedes conciliar»

Queridas madres, hermanas, amigas y lectoras desconocidas que pastáis por estos lares: nos están tomando el pelo, (los hombres no se salvan en otros temas, pero en este caso, permítanme que me dirija a mis camaradas, las féminas, porque, hasta ahora, todos los casos que he conocido en los que el cuento ha resultado venir de Oriente, el protagonista es un ella).

Y no solo nos toman por idiotas diciéndonos que nos suben los impuestos por la crisis mientras los que mandan se suben los sueldos y rescatan bancos en vez de personas. O cuando se argumenta que la televisión que tenemos es la que queremos y nos merecemos. O eso de que nosotras parimos, nosotras decidimos, ummm, lamentablemente ni siquiera en eso podemos decidir, en la mayoría de los casos.

Podría seguir. Estamos rodeados de mentirijillas y mentiras bien gordas. Pero lo que hoy me indigna, y me hace rechinar la dentadura empastada y unas cuantas endodoncias, es el tan traído y manido concepto, moderno, y guay, y progre, y más falso que la nariz de la Esteban o el morro de Esther Cañadas, de la conciliación laboral con la vida familiar (y con la vida en general, jejeje…).

Conciliar, según la santa RAE, es:

1. tr. Componer y ajustar los ánimos de quienes estaban opuestos entre sí.

2. tr. Conformar dos o más proposiciones o doctrinas al parecer contrarias.

3. tr. Granjear o ganar los ánimos y la benevolencia, o, alguna vez, el odio y aborrecimiento. U. m. c. prnl.

Si leemos cuidadosamente estas acepciones podremos observar algo curioso: al conciliar se busca unir de una forma equilibrada dos extremos contrarios entre sí. Lo que, aplicado a nuestro caso, señorías, la conciliación laboral, implica ni más ni menos que la vida familiar y la profesional son, per se, contrarias y opuestas entre sí. ¿Ah sí? Y ¿eso por qué no me lo dijeron en el colegio? ¿No nos han dicho por activa y por pasiva que las mujeres podemos trabajar y tener hijos y la vida sigue y santas pascuas? ¿No tenemos la «igualdad» tatuada en una nalga casi desde que nacemos, en esta sociedad-escaparate, de discursos demagógicos y promesas imposibles?

Esto, que ahora puede parecer de perogrullo, a mí hace dos años, entonces inocente ternesca, ingenua ciudadana recién parida y estrenada madre, bajo el influjo de los efluvios lácteos y los juramentos electorales me parecía una realidad perfectamente asumible y legalmente al alcance de mi mano. En mi cabeza, el germen igualitario que había crecido durante muchos años había dado como fruto la torpe certeza de que cuando dejase a mi tierna criatura de cuatro meses en la guardería, pobrecica mía, me quitaría la camiseta dada de sí y salpicada de manchas de madre primeriza y llorosa, y me pondría el traje a medida de mujer profesional, con estudios, carrera y con una lavadora de gran capacidad.

Y sí, por qué no, yo iba convencidísima de que podría desempeñar mi labor en ambos terrenos de una forma digna, bastante aceptable y bastante cara también, porque a la mensualidad de la guardería hay que sumarle la reducción en tu sueldo al elegir una jornada reducida (menos horas, menos sueldo, está claro y diáfano). Incluso tenía en mi extracto bancario un ingreso todos los meses por parte de la Comunidad de Madrid gracias a que una, en su afán, era madre trabajadora. Qué luego te da igual porque lo tienes que devolver en tu renta, pero bueno, parece que al principio como que daba ánimos.

Y así, desgarrada por dejar a tu pequeña tan pronto en brazos ajenos, vuelves a tu trabajo con más o menos alegría, con ciertas ganas de salir del aislamiento primíparo y llena de inseguridades tras el parón en el que, digámoslo así, no solo das a luz y chimpún, sino que, además, te conviertes en un ser básico, instintivo y primario destinado a satisfacer todas las necesidades de tu criatura.

Eso sí, por muy básico, instintivo y primario que seas, después del momento mamá-osa y cuando dejas al osezno alimentado, rechupado y recogido, también tienes algunas otras cosas que decir y que hacer.

Porque, a fin de cuentas, sigo estando igual de requetepreparada que antes, ¿no? Al abrir las piernas y empujar no me han desaparecido del curriculum los títulos, que yo sepa, ni los idiomas, ni los millones de cursos que he hecho, casi de forma patológica. Que yo sepa la pérdida de méritos curriculares no está dentro de los efectos secundarios de la epidural, o al menos, yo no firmé eso. Ni tan siquiera creo haber leído en ningún libro que haya contraindicaciones entre llevar discos absorbentes, saberte de memoria alguna canción de los cantajuego dichosos y aún así recordar los nombres de tus jefes o de tus clientes.

Y si todo esto es verdad, si cuando das a luz tu cerebro y tus conocimientos intelectuales no sufren una mutación irreversible que te dejan en estado «inservible como ente profesional» y solo aprovechable para ir de compras, cambiar pañales y tener la casita como una patena, si esto no ocurre, al menos que se sepa, y no está demostrado científicamente, ni ha salido en el Muy Interesante… Entonces, ¿qué coño pasa para que la conciliación laboral sea el nuevo timo de la estampita de nuestra era?

(Suspiro prolongado)

Pues yo lo tengo claro, lo que pasa es que cuando te dan el libro de familia con el nombre de tu criatura escrito con letra de caligrafía (que ya podían hacerlo a máquina, tanto 3D y tanta tontería…) las prioridades cambian, las empresas lo saben y, aunque están obligadas a dejarte en tu puesto, y bien que les pesa, hacen lo imposible por ayudarte a dejar paso a quien sí está dispuesto a currar hasta las once de la noche y, por supuesto, con una sonrisa en tu cara. Tú, en cambio, dejas de poner a la empresa antes que tu tiempo personal. Y para ellos dejas de ser un sujeto útil y disponible siempre que lo necesiten, algo realmente cuestionable en cualquier caso,y a cambio del mismo sueldo, pero bueno, cada uno es libre de aceptarlo o no. Que para esclavismo ya tuvimos bastante cuando hicimos las Américas…

Así que en vez de mirar tu productividad en las horas que estás en la oficina, de tener en cuenta la hora a la que llegas, o de dar facilidades para que se pueda usar el teletrabajo, ahorrándote horas en transporte en muchos casos, se tiende a contar no las horas que pasas allí, sino LAS QUE NO ESTÁS. Así me lo enseñaron a mí.

Por supuesto, no en todas partes se da este espectacular fenómeno de la naturaleza. Si eres funcionaria o tu empresa se desmarca del resto dando crédito a su personal, independientemente de su situación familiar, tienes más suerte, amiga. Muchas de las mujeres que conozco con estas condiciones en la empresa privada, y hay muchas, lo pasan francamente mal. Y descubren a las bravas, a empujones, que han sido  desplazadas, relegadas, castigadas a ejercer trabajos inferiores a sus capacidades, ignoradas y finalmente despedidas porque cumplen a rajatabla su horario, porque no se quedan a reuniones a las siete de la tarde y porque no pueden ir a trabajar un fin de semana.

No pueden o no quieren, que francamente, es lo mismo.

Personalmente, creo que es una cuestión de decisiones vitales. Y no es tanto el poder, como el querer.

Básicamente, si no tienes a nadie para que cuide por las tardes a tu hija, es muy probable que tampoco quieras que nadie cuide por las tardes a tu hija, porque prefieres verla tú crecer y estar a su lado todos los días. Por muy respetable que me parezcan las decisiones en otras direcciones, que quede claro.

Y así tras comprobar que lo que te han contado no se asemeja en casi nada a la realidad, y que a pesar de que a veces sí funciona, esto de mezclar carrera y familia se me antoja como hacer experimentos caseros en los que sueles salir escaldado. Y saco la siguiente conclusión, que espero sea de utilidad para aquellas que padecéis esta misma situación : mucho, mucho, muchísimo, tiene que cambiar la mentalidad empresarial de este país, donde se premian y se reconocen las horas extras que se pasan frente al ordenador o dando forma a la silla en vez de la productividad, la racionalización de horarios y, a fin de cuentas, que los empleados puedan equilibrar trabajo y vida personal de una forma más humana. Mucho, muchísimo tiene que cambiar la mentalidad de los que nos firman los cheques, cuando una embarazada se plantea ocultar su estado ante posibles represalias. Mucho, muchísimo tiene que cambiar la empresa española y los que las dirigen cuando a la hora de buscar trabajo, una madre con hijos pequeños a los que quiere ver algo más que para contarles el cuento de irse a dormir, se ha de plantear muy seriamente si no será más inteligente emigrar hacia mejores perspectivas…

Peeeero, como esto muchos visos no tiene de cambiar en unos meses, por lo menos, una servidora arrampla con lo que pilla, le dice adiós con la manita al sistema, y se empieza a plantear la vida de otra forma. De la mía, básicamente.

Y que sea lo que yo quiera.

Y tú, mujer, ¿qué eres?

Te levantas por la mañana, desgreñada y con ojeras, y te miras al espejo.

Y, además de las bolsas, las arrugas y las manchas por el sol acumulado durante los años, ¿qué ves?

¿Eres una madre abnegada, atenta a las toses de las tres de la mañana, que salta del colchón al mínimo suspiro y que sacrifica sus propios anhelos por ver cumplidos todos los deseos de tus pequeños?

¿Eres la esposa enamorada, siempre dispuesta, siempre despierta, siempre atenta a las necesidades de tu hombre, como si después de él no hubiera nada ni nadie?

¿Eres una mujer en la treintena que busca su identidad igual que lo hacía a los quince y no se reconoce en los trajes de sastre ni en los tacones?

¿Eres una profesional en lo tuyo (sea lo que sea a lo que te dediques) y todos tus pensamientos durante las 24 horas del día se enfocan a prosperar y llegar más lejos en tu carrera?

¿Eres amiga de tus amigos y abandonas hasta la cita con el Papa para ir a tomarte unas cañas con tus chicas?

¿Eres maruja de tu hogar y tienes la casa como una patena y a tus hijos y marido como sultanes en su harén?

¿Puedes serlo todo a la vez? ¿Realmente queremos serlo?

Ayer alguien me dijo que, como madre, al no trabajar, ya podía irme a mi casa a cuidar de mi hija. Como si eso fuera lo único y lo mejor que sé hacer. Como si ese fuera el papel que me toca y ya está. Sonríe, da las gracias y baja la cabeza. Y a casa. Y no molestes más.

Y aunque yo tengo claro que no soy completamente nada de lo anterior, sigo averiguando cuál es realmente mi papel en todo esto.

¿Qué sabes de mi país, maja?

Ahora que estamos en capilla, a una semana, tal que hoy, de coger el avión rumbo al Blogger Trip empiezo a preguntarme cuestiones tan fundamentales como: ¿qué sé yo de Israel? ¿Me responderá mi inglés para entenderme con toda esta gente? ¿Me derretiré bajo ese sol de justicia?

Y lo más importante, ¿alguna marca española está interesada en «esponsorizarnos» durante el viaje? Yo lanzo desde aquí mi propuesta, allí vamos a estar en contacto con colectivos y negocios enfocados a la infancia, educación, moda y cultura, siempre desde el punto de vista «familiar». Así que empresarios españoles que busquéis promoción más allá de nuestras fronteras, aquí tenéis una buena opción para daros a conocer! [modo autopromo off].

Por supuesto, fabricantes de maletas, crema solar a tutiplen, sombreros, calzado cómodo y ropa ligera para esas temperaturas, también estáis invitados 🙂 [perdón, ahora sí modo autopromo off]

En cuanto a la primera pregunta, y dejando de lado temas empresariales, hoy he soñado que, recién aterrizada, nos reunía un comité de sabios en el aeropuerto y uno de ellos, con gafas y pelo canoso, me preguntaba amablemente:

¿Qué sabes de mi país? Soy de «aquín», de Israel (en mi sueño hablaba con voz de Encarna y sus empanadillas)

Y a mí me pasaba esto….

Justo al acabarse el vídeo me desperté entre los sudores de la muerte. ¡¿Desde cuándo soy morenaza con moño y me sale ese acento melillense?!

¿Y qué sé yo de Israel? ¿Acaso no me acuerdo de todo lo que me enseñaron en las clases de religión? Años y años de horas dibujando escenas bíblicas en el cuaderno, situando en el mapa de colores dónde nació Jesús, y esas cosicas…

Pues claro que sí, se me quedó bastante bien la chapa que me dieron con la historia sagrada  y con todos sus personajes. Para algo fui alumna aplicada de sendos colegios religiosos. Algo tiene que quedar, aunque sea así residual. Así que entre los remedos de mi educación religiosa y lo que veo en las noticias cada día y he estudiado en Historia del Siglo XX,

pues sí, algo sobre Israel sé.

¿Bueno?

Pues regular, para qué nos vamos a engañar.

Como además no conozco a ningún judío (hagamos un momento de meditación y recordemos cómo tuvieron que salir por patas los sefardíes del país…), ni conocía hasta la fecha, a nadie que hubiese ido para allá, pues claro, mis referencias sobre el Israel moderno son únicamente las que veo en el telediario de las nueve y los reportajes del amigo Henrique Zimmerman para Antena 3, al que hace mucho que no veo, por cierto.

Total, casi nada.

Lo qué sí que sé ya seguro, seguro, es quienes vendrán conmigo en esta locura:

Eva Quevedo y su Blog de Madre, sin la cual no podría yo meterme en este sarao y a la cual podréis pedir responsabilidades, padre y amigos, si me pierdo por allí. Aunque tampoco muchas, porque como vamos a ir codo a codo, si me pierdo yo, ella viene conmigo 🙂

De Reino Unido vienen Jane AlexanderRosie Scribble y Sally Whittle. Además, en Tel Aviv se nos unirá otra intrépida, Susie, que como vive allí se ha apuntado al sarao muy ricamente.

Yo no sé el resto, bueno, lo intuyo, pero yo estoy de los freaking nervios, anticipando charlas, discursitos, etc. Pero sobre todo lo mucho, mucho, muchísimo que voy a echar de menos a mi criatura (y a mi santo, no me se me enoje mi amol) durante esos días.

Tabla de ejercicios de la madre currante (part one)

Ante todo, vaya por delante mi admiración para quien, además de ganarse el jornal por cuenta ajena o «propiamente» propia de forma que además de satisfacer sus necesidades materiales pueda demostrar que es algo más que una chacha,  llevar a sus hijos aseados, sin mocos y con la cartilla de vacunaciones al día, organizar y controlar una casa, con sus comidas, sus armarios llenos de ropa, sus plantas sin que se sequen, y sus planchas de varias coladas, en definitiva, que además de todas esas tareas que puede llevar a cabo una fémina simultáneamente en tan solo 24 horas, ésta vaya y haga el milagro de multiplicar los panes y los peces y saque tiempo para cuidarse el cuerpo.  Y no hablo solo de depilarse, que también. Sino de ir al gimnasio varias veces a la semana, o de salir a correr, o de apuntarse al equipo de baloncesto del barrio. Vamos, lo que viene siendo hacer deporte así de forma regular y continuada.

 
Pero no, yo no soy de ese grupo de esforzadas luchadoras. Que lo intento, no se crean. Y hasta a veces pregunto los horarios en el gim más cercano, o me planteo, me imagino, lo que sería salir a correr por mi cuenta. Pero es tiempo perdido, lo sabe la rubia neumática que me da la tarjetita con las clases del «Kimura» y lo sé yo cuando guardo la tarjeta junto al taco de descuentos del DIA. No soy un animal de gimnasio y ya está. Y no sacrifico mis horas de sueño por casi nada en el mundo. Ya sea una clase de biotraining, un partidito de badminton o salir a correr esquivando cacas de los perros de los vecinos (esto leído a sí puede resultar ofensivo para mis vecinos. Y debería serlo, ojo).

Pero para mí, así como para todas aquellas mujeres a las que el devenir diario, la pereza existencial y el «no tengo tiempo ni para peinarme» les impide cultivar algo más y mejor su faceta física-deportiva-fitness in general, aún queda algo de esperanza. Aquí va una tabla de ejercicios de periodicidad a decidir según las necesidades, para mantenerte en forma sin renunciar a tu faceta «pasota-intelectual-agotadaypunto» y que he dividido en dos partes (o más) por su extensión y complejidad:

Algunos ejercicios en casa, o «indoor«, que me mola más

La casa puede ser, como dirían los libros del Club de las mujeres obedientes  que han creado en Malasia, el imperio de la mujer, su castillo, en el que atender diligentemente los deseos y necesidades de su hombre y sus vástagos. Pero en mi barrio es un marrón, y de los buenos. Y tampoco es que vayamos a matarnos para que salga en portada de Casa & Estilo, pero recogidita hay que tenerla, por las visitas y eso. Así que, ya que no nos queda más remedio, aprovechemos el tiempo mientras despejamos de pelusa nuestros suelos para poner a punto nuestros cuerpos turgentes en pos de mejores ocasiones de despiporre y jolgorio.

Sí, también está la Wii Fit, pero es pensar en sacarla de la caja y montarla y ya me canso, porque si lo tengo puesto siempre mi santo y yo tenemos que salirnos del salón. Además, mi hija tiene el «efecto velcro» muy bien desarrollado, y a cada cosa que hago que involucre un mando de la tele y cacharros tecnológicos, me la encuentro pegada, literalmente a mi torso, lo que suman trece kilos a mi anatomía. Así que pese a estar muy bien y ser muy relajante (aunque un poco cansinos y lentitos para el poco tiempo que yo tengo), a mí la Wii Fit se me queda en una utopía, una ilusión, una sombra, una ficción.

Flexionar bien las piernas al hacer las camas y meter los embozos. Nada de espaldas encorvadas, compañeras. El secreto de unas buenas «sentadillas» está en los muslos y los contramuslos bien prietos. Si lo vuestro es edredón, lo tendréis en un periquete. A las clásicas de sábanas y mantita, a currar un poco más. Apretad el culo y los dientes a partes iguales mientras pensáis en qué hace vuestro santo en estos momentos y por qué no ha dejado hecha la puta cama antes de partir hacia el deber.

Las lavadoras, momentos «tendimiento» y plancha posterior van asociados ineludiblemente a la flexibilidad de piernas y rodillas y la agilidad de brazos para separar el blanco del color y lo que va a desteñir, seguro, de lo que no saldrá nunca, como esa mancha de fruta de los baberos de la niña. La espalda en este paso es fundamental que siga erguida y, por supuesto, el culo siempre apretado pensando en la cantidad de ropa que lavas desde que te has «enfamiliado», cuando tú antes ponías un lavadora a la semana, y casi que era de media carga.

De puntillas, estirarás la columna como una loca para dejarte las ventanas y persianas limpicas como una patena. Aprovecha esta fase de tu faena para ejercitar esos brazos lacios que se te han quedado, mientras tú misma te repites: así, Mari San, dar cera, pulir cera… Aquí también apreta el culo, rítmicamente si te hace más ilusión, mientras piensas en la perra de tu amiga, la soltera, que está en estos mismos momentos, de farra en La Latina, sin pensar en el mañana…

Lavar los platos, o en su defecto, vaciar y rellenar el lavaplatos. Piernas, glúteos y brazos son la clave. Y si laváis a manita, mientras lo hacéis, es muy útil a la par que entretenido realizar tan divertida labor mientras ejercitas esos músculos desconocidos de los que te hablan en el embarazo con el famoso Kegel y sus apretones. Si no conoces la técnica, de la cual se hablan maravillas en los cursos de preparación para el parto, aquí están bien detallados, con dibujos a color, y una amplia explicación de cómo, cuándo y para qué están indicados.

Ejercicios para el camino hacia el curro, o «outdoor»

Oportunidad de oro para varias cosas de las cuales nuestros niños, tiernas criaturas, nos alejan sin darse cuenta: pensar, leer, cotillear la conversación de los de al lado, dormir, desayunar, y… sí, señoras, ¡ejercitar nuestros pechos, caderas y piernas con entusiasmo!

Las madres no currantes, no por eso menos merecedoras de un cuerpo de escándalo, reconocerán que ésta es una oportunidad de oro para todas estas actividades. Pero no pierdan ustedes el ánimo y el espíritu, porque cualquier excusa es buena para salir en soledad del nido familiar: peluquería, ginecólogo, incluso dentista, diría yo, todas ellas tan buenas como cualquier otra para mover con ímpetu el esqueleto y seguir apretando los glúteos con viveza y dinamismo.

En el coche, poco puedes hacer más que armarte de paciencia. Sí, también puedes apretar aquí el culo, bien visto.

En el transporte público, si es metro, lo tienes superfácil: ¡las escaleras son tus amigas! No, las automáticas, no, ni siquiera en las estaciones de la circular, en las que parece que sales del mismo infierno, y no solo por el calor. Si quieres que tu culo esté tan duro como tus callos, ya sabes, recuerda que cada escalón cuenta.

Si vas en autobús o tren, y tienes agarraderos a tu alcance, no lo dudes. Aparca el libro por un rato y lánzate como una posesa a hacer anillas, a lo olímpico y con ansias. También los abdominales pueden ejercitarse de forma sibilina y silenciosa, de pie, y colgándonos de las barras. La clave está en contraer los abdominales inferiores y concentrarnos mucho, como cuando intentamos calcular lo que nos devuelven en la Renta. Claro, si estáis petados como siempre, limítate a apretar el culo y a sonreír, que dicen que además de mejorar el karma también te beneficia lo suyo.

Si vas en bici, cojonudo. Hazte con un kit de muda limpia para la oficina, un buen desodorante y el seguro a todo riesgo. No voy a perder el tiempo enumerando las ventajas de ir en bicicleta todos los días, pero vamos, se te va poner un tipito de impresión. Y si llevas detrás la sillita para el crío, mejor que mejor, más peso que contrarrestar. Puedes apretar el culo también aquí, sobre todo si, como es habitual, los coches te asedian de improviso creando oportunidades varias para que te suban las pulsaciones a más de 200.

Y si vas andando, pues estupendo. Sigue el ejemplo de las bandadas de mujeres en chándal que salen a las cinco a tomar las calles de la periferia, y anda siempre como si te estuvieras meando, «atometer». Por las zonas buenas, de postín, se han visto señoras calzando unas zapatillas de ondeantes plataformas que, según ponía en un cartelón del Corte Inglés te ayudan a adelgazar. Yo esto lo ignoro. Pero desde aquí lanzo una llamada de auxilio a los diseñadores de calzado deportivo. Porque adelgazarán o no, pero son feas de cojones.

Ah, y apretando el culo, of course.

Y continuará otro día, si WordPress quiere, con muchos más bricoejercicios y chupiconsejos para el día a día de la mari que trabaja.