Con H de echar de menos

Qué extraña es la vida. Qué sencilla y qué oscura a la vez. Qué de momentos brillantes y cómo, sin apenas parpadear, esa luz se apaga, dejándote perdida y confusa.

Qué extrañas somos las personas. Qué sencillos e intrincados somos todos a la vez. Qué de momentos sublimes y dulces a los que siguen arcadas de amargura y tristeza.

Qué difícil es asimilar que la gente buena se marche. Qué áspero el momento en el que sientes su ausencia. Qué poco nos detenemos a valorar el tiempo que hemos pasado juntos.

Qué a tiempo estamos si me estás leyendo de parar unos segundos para agradecer. Para agradecernos. Para sonreírnos.

Para celebrarnos.

Para bailarnos.

Qué imposible de admitir que la gente buena se marche.

Qué agujero se te queda dentro. Qué domingo por la tarde, qué mañana sin café, qué canción sin voz para cantarla.

Qué fortuna habernos cruzado en todas las líneas del multiverso con seres increíbles. Personas que trascenderán a su propia existencia porque han marcado, y lo seguirán haciendo, las vivencias de otras criaturas. Incluso más allá de su tiempo. Incluso sin saber realmente lo increíbles que eran.

Gracias, Miguel, Hematocrítico, por haberte cruzado en nuestras vidas, en mi timeline y entre mis libros, en mis recuerdos y en mi vida, para siempre. Porque ya te echamos de menos y todo lo que dejas es bueno. Qué fortuna habernos cruzado.

Gracias por todo, Hemato.

Gracias por hacerme reír y querer seguir viendo el lado amable de este baile.

Te echamos ya tanto de menos.

De pérdidas y lo que queda después

Las pérdidas.

Parece que todo se confabula a mi alrededor para que el verano me recuerde sin cesar que la vida es corta.

Hoy hace 3 años que murió mi madre y al marcharse, y durante toda su vida, me dejó todo lo que era, y lo que quiso ser y no pudo. Sus deseos, anhelos y sus frustraciones. Todo lo que soy y no soy porque no quiero o porque no puedo. Sus virtudes y sus defectos, aunque yo aún no los quiera ver. Algunas de sus manías y de sus miedos.

Todos sus lunares y parte de sus juanetes.

Su sonrisa me la dejó, que la reconozco varias veces en el espejo, y su forma de la cara, que es la mía.

Sus canciones de Radio Olé cocinando a media mañana, sus Dos cruces en el Monte del Olvido, el Camino Verde, sus silencios tras la cortina cuando esperaba a mi padre al volver del trabajo, sus rutinas al acostarse cuando yo le preguntaba cosas intrascendentes y ella me hacía gestos con la cabeza con impaciencia mientras recitaba alguna oración aprendida en la niñez católica, apostólica y romana.

Su forma de peinarse, mirándose al espejo con deje profesional de peluquera del Cuéntame, sus dibujos de cabezas de mujer con peinados de Sissi Emperatriz que yo me empecinaba en repetir pero que nunca tuvieron su elegancia y destreza, su caligrafía perfecta de trazos dulces y redondeados adornando libros y cuadernos, y recetas de cocina, y teléfonos de gente a la que yo ya no conozco y nunca llamaré.

Y sus enfados, y sus alegrías que eran las mías, y sus manos calentándome en invierno, acurrucadas las dos en el sofá, y su querencia a lo bonito, y a las pelis sensibleras, y al llorar espontáneo, del que sale sin llamarle, como si siempre estuviera ahí, en el ojillo, esperando un silbido cualquiera para ir arrasando por las mejillas.

Y su resignación, y sus preocupaciones, y su «tanto por hacer», y sus «debería», y sus «si no hubiera…».

Algunas las tomo prestadas y otras no.  Algunas las tiene mi hermana y otras yo. Porque en mi hermana también se quedó ella. Y en ella encuentro sin buscar las palabras que mi madre hubiera dicho, sin pensar. Y nos reímos de lo mismo, sin hablar, y sin tan siquiera nombrarlo, porque simplemente sabemos qué hubiera contestado, con qué tono, con qué cara, con qué ojos nos hubiera mirado.

Después de mi madre quedan muchas cosas, tantas que no caben en un post, ni en un folio, ni en un libro, ni tan siquiera en una vida. Queda lo que hizo, sus sacrificios, su familia, su dedicación, sus elecciones. Pero también queda lo que no cumplió, esa vida que no eligió o que no se dejó elegir, esos viajes que no hizo, esas ciudades maravillosas que no conoció, esas personas a las que no cambió, todo lo que queda cuando alguien como ella se va.

A contratiempo

Es cuando pasa la vida. Cuando no toca. Cuando no se espera.

Las alegrías son más brillantes cuando hay niebla.Las decepciones más afiladas al no esperarlas.

Las despedidas más tristes, más lluviosas, más pozo sin fondo, cuando estás saboreando el rojo del beso.

Los «adioses» definitivos nunca se pueden decir con el alma.

Porque siempre llegan a oscuras, cuando ni la luna los intuye.

Y se escurren entre luces, entre miradas y risas. Y entre verano y viajes. Y entre la vida. Y cuando menos sitio tienes para ellos en tu casa, rebosante de espacios blancos y lisos, y sin aristas, es entonces cuando llegan.

Las despedidas.

Siempre a contratiempo.