Amaneceres y corcheas

Madrugar es abrir el libro por una nueva página a estrenar. Y mirar el cielo raso que me ofrece el amanecer es pasar la mano desnuda a ras del papel que nos ha tocado vivir.

Miro las ventanas que tengo delante, a través de las cuales adivino ese sol que empieza a amenazarnos. Siluetas que entrecortan la melodía del despertar se pasean entre esos ventanales.

Y me sonrío pensando en que todos somos como pequeñas notas de esta partitura escrita en carne y cielo. Y me pregunto qué música se oiría si pudiéramos escucharnos… Si nos pudierámos escuchar de verdad…

Vivimos unos tiempos de mierda y de eso no nos libra ni la mejor melodía, y mira que a veces solo nos queda la música.

Pero seguimos amaneciendo, a pesar de todo.

Quiero seguir contemplando esta hoja abierta frente a nosotros con asombro y esperanza pese a que todo parece convertirse en ruido según avanzan las horas, saltan los noticiarios, nos invaden las últimas horas.

El amanecer nos resguarda con su Quizás hoy no pase nada, quizás hoy sea un día bello, lánguido, con ecos de estudiantes de piano practicando sus tareas y maldiciendo esa corchea que se atasca.

Ojalá hoy un día lánguido. Ojalá campanas y niños. Ojalá roces de piel y risas.

Ojalá poder amanecer en paz.

Quién recuerda los aniversarios…

Hoy es mi aniversario en esto tan loco que es compartir vida y definitivamente no soy una persona de aniversarios. Se me olvidan. Cada año pienso antes de que se acerque que éste SI, éste va a ser el año en el que voy a completar la fase de maduración y me saltará mi propia alarma. Seré por fin una pareja funcional y cumplidora.

Pero la vida se empeña en demostrarme que eso no llega, y cada 4 de marzo, mi santo me sigue felicitando a primera hora de la mañana, mientras yo intento saber por qué, quién soy, qué hago en este mundo y dónde está el café. Tardo décimas de segundo pero las suficientes para volver a caer una vez más en mi propia trampa y decepcionarme a mí misma: no soy una persona de aniversarios.

Podría decir que es porque para mí cada día es único y da igual que llevemos 14 años o 48 (EN REALIDAD SON 15). Y eso quedaría muy oportuno. Salvaría el día. Me libraría de la presión externa y me rebelaría como buena inconformista de salón ante la enésima prueba para demostrar noséqué a la que nos sometemos voluntariamente.

Pero, para qué mentiros en un viernes nublado, pero viernes al fin y al cabo.

La realidad es que tengo mala memoria y no soy una persona de aniversarios.

Menos mal que mi santo tiene mejor memoria que yo y parece que sí es persona de aniversarios.

Menos mal que le da igual que yo no lo sea.

Y menos mal que me pone el café a calentar antes de que me levante.

Te quiero, santo. El año que viene me acordaré, ya verás… Voy a seguir intentando ser mejor.

(spoiler: no me acordaré. Feliz viernes y un Nutini para los que queréis bailar en pareja hoy, despacito y agarrados, sea o no vuestro aniversario).

No hay vida mejor…

Ni más plena, ni más justa, ni más tranquila. No la busques.

Nos estamos perdiendo el amanecer imperfecto pero lleno de luz en busca de un anochecer con filtro estrellado y música en tendencia.

No hay vida mejor que la que tienes, la de hoy, la de ahora.

No hay vida mejor.

Solo momentos en el que torcerás la sonrisa y te dirás: joder, esto era. ¡Esto era!

No quiero sufrir en viernes

¿No os pasa que sentís la necesidad de hacer muchas cosas pero que a la vez ese mismo frenesí os puede llegar a arrastrar?

Con todo esto de la pandemia y los confinamientos he vivido en mis carnes como al frenar en seco allá por el confinamiento, mi cuerpo casi que dijo «gracias»… Pero ahora, tiempo indefinido y nubloso después, con virus, encierros y parones obligados sobre los hombres, me pregunto cómo encontrar el ritmo adecuado para que la salud mental no se caiga del columpio en el que se balancea.

¿Cuántos kilómetros de carrera necesito para no sufrir? ¿Por qué nos hacemos sufrir en el camino hacia las cosas que queremos hacer? ¿Por qué es la parte más complicada es empezar a mover los pies hacia algún sitio? ¿Y si en este tiempo me he salido de la carrera, como la cadena de su mecanismo en la rueda de una bici…?

No quiero sufrir en viernes.

No quiero sufrir corriendo…

Pónganos una canción, Mr. DJ

Mundos con nombre de mujer

Esta conversación con Lucy, la mujer que está tras el blog chibimundo es un mundo…

Escuchar a Lucy hablar sobre sus diagnósticos y cómo ha ido enfrentándose a su enfermedad, sobre el estigma que le acompaña, sobre ser mujer y estar enferma, sobre ser madre y hablar sobre ello.. es muchos mundos que apenas nos atrevemos a transitar.

Escucha «Sobre la salud mental en redes sociales con @Chibimundo» en Spreaker.

A Lucy la conozco hace años ya. La he seguido, leído y escuchado en estos años en los que ha ido contándonos su enfermedad, sus diagnósticos, su ingreso, sus idas y venidas. Me he preocupado mucho con su silencio pero también he entendido su distancia. Sin embargo, poder escucharla aquí (y con esa preciosa voz) es mucho más.

Es muchos mundos a los que no nos acercamos a menudo, pero que están ahí. Con nombres que nos resuenan. Que quizás sean los nuestros. O los de nuestra madre. O nuestra amiga. O quizás de una extraña que no lo es tanto.

Porque pone palabras a pensamientos que se van afianzando con el tiempo. Y que me obsesionan últimamente, quizás porque leo y escucho cada vez a más mujeres.

Y esos mundos hay que recorrerlos para entender el que pisamos.

Que la salud mental y la mujer son una combinación complicada y llena de laberintos históricos como podemos leer muy bien en «Mujeres y locura» de Phyllis Chesler (publicado por la editorial Continta Me tienes @continta_mt).

Porque nos habla muy fuerte de la invisibilización de la mujer en la medicina, de enfermedades achacadas en muchas ocasiones a ansiedades y nervios y que ocultan patologías poco investigadas, como nos cuenta Carme Valls en Mujeres invisibles para la medicina (ed. @Capitan_Swing).

Porque ha aprendido a decir que no y a desaparecer de las redes para luego recuperar el control de su propia narrativa, no la que le piden los demás, sino SU propia historia. Y expone la contradicción que nos encontramos en redes: al hablar de tu salud mental, algo que todos entendemos como algo fundamental y necesario para eliminar el tabú, esa misma exposición no solo «banaliza» tu enfermedad, sino que tus seguidores te piden más carnaza, más detalles sobre tus autolesiones, sobre tu malestar, sobre tu propia realidad. Para validarla. ¿No es difícil de asimilar?

A mí me lo parece.

Pero entre contradicciones y certezas, entre valentía y ausencias, entre realidad y likes, entre lo que enseñamos y lo que somos, también desde nuestra salud y nuestra enfermedad seguiremos explorando mundos que no están tan lejos como pensábamos.

Escuchad y leed a Lucy. Escuchad y leed a mujeres. Mirad a las mujeres.

Cuidad a las mujeres.

La vida (entre paréntesis)

Vivimos como a empujones. Por obligación. Sin pararnos a pensar que tal vez dentro de esto que llamamos crisis se nos está escapando nuestro momento, además de mucha salud y energías.

Cerramos los ojos intentando no ver y que lo que nos rodea no nos vea tampoco, como los niños aterrados que al taparse con la manta intentan despistar al monstruo del armario.

Vivimos entre paréntesis. Y se nos va a acabar el aire aquí dentro.

La buena vida

Cada mañana, muy pronto, aún no ha terminado de salir el sol, mi hijo pequeño, el más madrugador, el más koala, el que hemos llevado encima desde que nació, se levanta de su cama y entra despacito en mi despacho. Con los ojos aún sin abrir del todo y el pelo en posición de combate contra el mundo.

Y así, medio dormido y oliendo a bollito caliente, como me decía a mí mi madre, rezumando horas de embozo en sus sábanas de Stars Wars y loción antimosquitos, me abraza durante unos segundos… Es más que un abrazo un enganche. O un engarce. Un dejarse caer entre mis brazos con la posición ya asignada. Como la pieza del Tetris que ocupa ese hueco que faltaba. Y con un clic al final del movimiento. Como marcando que has llegado a tu sitio. «Aquí van tus brazos, aquí tu pecho, y aquí tu cabeza, sobre mi hombro».

Y solo hoy me he dado cuenta que este sencillo gesto, repetido día tras día, desde que empezó esta etapa surrealista, llena de tristeza e incertidumbre, que nos ha dejado suspendidos en el tiempo, me acaricia por dentro sin apenas ser consciente y me reconcilia con una buena vida que no quiero dejar pasar. Una buena vida no anunciada, no vendida. Una buena vida susurrada, en bajito, anotada en las cubiertas de los libros que buscan la felicidad o el sentido de nuestra existencia. Una buena vida tras la puerta que cerramos al salir en pos de aventuras.

Una vida lenta y mucho más sencilla. Más llena de tiempo, más tiempo, más moléculas de esas que llegas a ver cuando te quedas pasmado mirando un rayo de luz caer sobre la mesa. Y también llena de privilegios y de suerte. Sin vacaciones, sin mar de fondo, ni brisa, ni más planes a la vista que seguir tirando. Con malos días y malos momentos. Como todos. O quizás no. Pero con una suerte inmensa, diaria, y cotidiana. Suerte con olor a casa y comida, a horas de sueño en el pliegue de un cuello, a libros y lápices de colores, a ropa tendida y calor pegado a la piel de un niño. Suerte con sueño y legañosa.

Suerte de buena vida con abrazos mudos al amanecer.

Y un clic ahí de fondo.

 

Desata la tormenta

Desde las seis de la mañana con la musiquilla en los oídos: llega una tormenta, rubia, llega una tormenta…

Desde las seis de la mañana oliendo a la dulce lluvia, con la ventana abierta de par en par, y las aletas de mi nariz haciendo flexiones para no perderse ni una sola motita de tierra mojada.

Desde las seis de la mañana con el viento, caliente, sí, muy caliente, moviéndome el flequillo caprichoso, como si no me estuviera yo dando cuenta de que me quiere decir algo.

Desde las seis de la mañana esperando que el cielo termine de decidirse sobre si romperse o no.

Y yo, tantas horas después, y sin haber visto caer una sola gota tras tanta espera, como amante reciente y ansiosa, con las ganas descabritadas y la necesidad de un final húmedo, no puedo contener ya más las ganas. Y como loca que aún no se ha desconfinado por dentro, grito bajito a ese nubarrón empalagoso que me mira desafiante desde lejos…

¡De una vez por todas, maldita sea, desata la tormenta!

Del fitness para mujeres y su peligrosa deriva magufa

Poco se habla de la complicada relación entre el fitness dirigido especialmente a mujeres y el magufismo/gurusismo más absoluto. Ahora entiendo mejor el éxito de cosas como The Goop de la Paltrow y me parece más peligroso aún.

No se incentiva el deporte y sus beneficios sino una suerte esotérica de wellbeing aspiracional. Caro, selecto y con mallas de talla S.

La honestidad del deporte por sí mismo no vende. Has de aderezarlo con una líder/gurusa muy delgada y rubia, y con todo tipo de complementos: música envolvente, sentimiento de comunidad y pertenencia, y una cuota jugosa para ser parte de algo único, especial, sagrado.

Y me diréis, bueno, si haces deporte y te cuidas, ¿qué problema hay? Pues dependerá de si eres presa fácil o no, está claro. Pero veo equivocado y peligroso que el objetivo sea llegar a ser como la rubia delgada que medita frente al sol desde su lujoso ático de la playa.

Y no entro en si sus clases son buenas o no, que cada uno elija su manera de ponerse en forma, sino en la tendencia al alza de este tipo de movimientos orientados sobre todo a las mujeres, que van más allá del deporte en sí.

Y que todos sabemos de la deriva magufa, de las pautas nutricionales absurdas y a cual peor, de los consejos de lifestyle loquísimos de The Goop y hacia quiénes van orientados ¿no?

Hace falta mucha mirada crítica también en el mundo del fitness y del bienestar. No porque te lo envuelvan de deporte y estar sano vale todo ni es todo tan saludable como parece. Es más, cuanto más envuelto PEOR.

Y gracias a seguir a profesionales del deporte como Sara Tabares @saratab esto lo detectas mucho mejor. Y si os gusta este tema su libro Entrena bien, vive mejor, es un must. Aquí nos lo cuenta ella misma.

Y todo esto, que lo he contado en un hilo de twitter y que, fiel a mis reivindicaciones me traigo al blog, lo cuento porque durante esta pandemia me he aficionado mucho a las rutinas de ejercicio en casa (a ver, qué remedio) y he descubierto un mundo tremendísimo que hasta ahora desconocía por completo. Y ojo, que engancha mucho. Y también me ha hecho pensar mucho y sacar mi botón rojo de alerta magufadas cada vez más a menudo.

Y creo que el momento en el que el vocabulario deriva del meramente deportivo hacia el aspiracional y místico, energías varias, emociones tóxicas y liberaciones espirituales, conexiones universales y mierdas de esta calaña, ya has dado con uno de ellas. ¡Enhorabuena! La línea es muy fina, porque del «Tú puedes» al «abre tus chakras» hay una sentadilla. No lo dudes.

¡Espíritu crítico también para hacer abdominales, por favor!

Y como este blog es musical por excelencia os voy a deleitar con una canción ideal para salir a correr como si te persiguiera el diablo. O una rubia muy, muy delgada en mallas y sudorosa.

 

Ni tregua ni consuelo

Estos días, estas semanas, lo que más estoy ojeando no es el catálogo de las plataformas de streaming, o el de libros digitales, ni siquiera el de los supermercados online, tan codiciados.

Lo que tengo ya manoseado, raído, hasta aburrido ya, es mi catálogo personal de carencias. Un panfleto egoísta a ratos, universal otras veces, absurdo, pequeño, gigante. Un cúmulo de despropósitos que no están a mi alcance y que, quizás por eso, no puedo dejar de repasar. De memorizar hasta el último espacio en blanco, hasta el último vacío.

Un catálogo que, tras un mes, ha evolucionado y madurado. Que en una muestra de madurez superior a la mía, puede que se haya ido adaptando a nuestro encierro mutuo. El mío y el de mis anhelos, el de mis necesidades, mis angustias.

Lo que no tengo, lo que nos falta, lo que me han quitado, lo que no tendremos en el futuro. Lo que no soy. Lo que dejo de ser, de hacer, de entender.

Empieza  y termina con mis hijos, para qué engañarnos. Los que exigen respuestas a preguntas que ni yo tengo resueltas. Los que me obligan a crear para ellos un lugar seguro, incluso aunque yo sea una traidora absoluta, una impostora, una ilusionista de medio pelo que a duras penas consigue poner en marcha el espectáculo de luces y sombras. Es muy probable que sin ellos estuviera acurrucada bajo el edredón desde el día 1, y que esa sensación constante desde que me convertí en madre de vivir fuera de mí, para ellos, se haya visto multiplicada estas semanas hasta límites no sospechados.

Porque en este catálogo de carencias, además de la incapacidad para sentirme armadura, luchadora, castillo, para mis hijos, tampoco encuentro confianza frente al futuro, ni esperanza de algún cambio.

Me falta el aire muchas veces, me falta el cielo abierto, y un camino libre, despejado. Me falta la fuerza mental para no autocompadecerme aunque no tenga por que´. Me falta autoengañarme pensando que controlo más o menos lo que hago, y no hay duda de que me falta el valor para no tener miedo a perder lo poco que ya tengo. Algo me queda de humor, que uso como barrera, como improvisada mascarilla cuando debo enfrentarme al mundo, sea como sea. Pero siempre convencida de que seré desenmascarada a la primera sonrisa desmadejada. Recuerda, no te toques la cara, te dicen, esa sonrisa falsa no te salvará de nada…

Pero además ahora ha llegado el capítulo de no tener a nuestro alcance el consuelo frente al duelo. Nos falta en nuestro estante de víveres, ese que corremos a reemplazar una vez a la semana, pensando que todo se compra, el abrazo, el tocarnos, el apretarnos para sentirnos presentes, el ir corriendo a unirte en manada frente a una muerte.

¿Cómo se vela desde lejos?

¿Cómo se aferra uno a aquello a lo que no puede ni acercarse?

No hay tregua ni consuelo, como diría Vetusta Morla.

El catálogo sigue creciendo.