Dance Dance Dance!

Nunca se me ha dado bien el baile. Lo he intentado muchas veces.

Con los bailes de salón en varias ocasiones y con la danza del vientre cuando estaba embarazada, que no se me dio tan mal como los anteriores porque la fuerza de la gravedad me empujaba con algo más de gracia sobre el suelo. Además, curiosamente las curvas generosas compensaban y disimulaban con creces la total carencia de movilidad en cintura, cadera y miembros inferiores. Pero quitando esa honrosa excepción y considerándolo un efecto positivo de la gestación, nunca seré una Shakira desatada ni tan siquiera una Belén Esteban en sus mejores días en «Mira quién baila».

Siempre he tenido dos pies izquierdos, y a no saber diferenciar uno del otro en lo que a baile se refería, en la pre-adolescencia se sumo una recurrente e intensiva timidez propia de la edad y del «pavismo» del momento. Así que ante cualquier oportunidad de movimiento físico unido a música (veánse: bodas, comuniones, pachangas, fiestas del pueblo y demás ocasiones alcohólico-festivas en las que señoras bajitas y regordetas bailan descalzas «Paquito el chocolatero» y señores de mofletes rojos, camisas a media abrir y corbata anudada en torno a la calva arriman cebolleta a todo lo que lleva refajo) me ataba a mí misma a la silla, mutando en una versión juvenil de la difunta madre del Rey, en sus últimos tiempos, dispuesta a luchar incluso con mi vida para no tener que pisar la pista junto a toda esa panda de alterados danzantes.

Recuerdo que mi madre sufría mucho por mi falta de iniciativa socializadora en aquellos momentos, la pobre. Debía pensar, ahora lo veo y ya lo siento, que, a pesar de sus muchos esfuerzos y renuncias, de haber dejado su carrera profesional a un lado para tenernos, de toda una vida dedicada a ser buena esposa y buena madre, y de educarnos en un colegio de los buenos, con la pequeña le había salido una hija media lela o lela entera, de la que ni siquiera en esos actos de regocijo familiar encontraba motivo para presumir. Vamos, una frustración con patas, al menos en lo que a festejos se trataba, que luego yo a mi madre le di también buenos momentos.

Pero, definitivamente, en aquellos días de orquesta y lambada yo era el «¿en qué he fallado, dios mío? de mi señora madre, quien, a pesar de lo evidente, debido a su naturaleza espartana se negaba a aceptar lo dolorosamente evidente y me obligaba, incluso con violencia psíquica en forma de extorsión maternal, a salir de la esquina del salón en la que me refugiaba y a salir a la pista para menearme un rato y lucir el modelito, que a esas horas del día ya solía estar de todo menos planchado.

Y así me recuerdo yo mientras sonaba el pasodoble español:  inmersa en algunas de las escenas más patéticas de mi pequeña trayectoria vital, agarrada con fiereza por algún tío segundo lejano jadeante tras horas sin parar de dar saltos (y con el whisky en la mano), doblemente avergonzada por la entrada anti-reglamentaria de mi progenitora en mi esfera personal e intransferible (y acomplejada, claro), y por mis  visibles carencias tanto en animación cultural como en lo que a coordinación corporal/facial se refería.

Ahora, años después, (y con horas de terapia en mi cuenta de «debería») y echando terriblemente de menos las peloteras y recriminaciones de mi madre, sigo sin bailar demasiado en las bodas, bautizos o fiestas de divorcios (que es lo que toca a mis coetáneos), pero al menos ya he dejado atrás gran parte de los complejos infantiles, o se han quedado al fondo del saco de traumas personales, con lo cual me afectan menos.

Y a cambio, tengo bien clarito en mi listado de obligaciones y deberes maternales, no obligar bajo ningún concepto, apuesta entre chupitos o complejo mal asimilado, a ninguno de mis descendientes a que se marquen un vals con el tío Manolo, a que declamen con atuendo y todo la escena de doña Inés en el balcón o a que canten la canción de la primavera que han aprendido en el colegio.

Y si se esconden bajo la mesa, que se escondan. Ya saldrán para pedirme la paga…

7 comentarios en “Dance Dance Dance!

  1. me siento identificada, lo de la coordinación nucna ha sido lo mío…que rollo ser la del cubata en la mano en la disco y la que oye despavorida de las fiestas de los pueblo…

  2. Pingback: Bitacoras.com
  3. Cuando alguien me intenta arrastrar a la pista del garito/fiesta/sarao de turno, suelto mi famosa y lapidaria frase, normalmente sin opción a réplica:
    «NO. YO NO BAILO.»

    Y la gente me mira mal.

    Uno puede decir en un bar, sin pudor alguno: «No, yo no fumo», o «No, yo no me drogo», o incluso «No, yo no bebo». Pero si dices que no bailas, eres un tío raruno.

    Y no te digo nada cuando dices que no te gusta FAMA ¡A BAILAR! y que no te motiva en absoluto ver a los demás aprender a retorcerse. Ladrillazo a tu vida social en toda la boca.

    En fin. Cosas de torpes.
    Nos queda el consuelo de que nadie podrá quitarnos lo bailao. Que se jodan los ladrones de «bailaos».

    1. Jajajajajajaja
      Sí, yo tampoco entiendo esa manía de que todo el mundo baile, si tiene que haber de todo en esta vida!

      Lo mejor de esto es que a mí me gusta bailar aunque lo haga mal, pero como pongo cara de monguer mientras bailo, prefiero hacerlo en la intimidad, como hablar catalán… y que me obliguen a hacerlo en público saca el Hulk que hay en mí.

      Compartiremos barra de bar en el próximo sarao.
      Un abrazo!

  4. Yo sí soy bailona, pero en su día conocí a una mujer hiper-comestible que odiaba bailar, pero cuando le insistían, fuese cual fuese el sonido ambiental, se ponía en el medio de la pista, subiendo y bajando el brazo, cual estatua de la libertad al tiempo que decía «Qué guapa soy (sube el brazo), qué buena estoy (baja el brazo)». Gloriosa.

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