Y no lo digo como algo malo. Aunque me da algo de cosilla recordarlo por la inocencia perdida, reconozco que si volviese a verlo ahora (y no quiero dar ideas para reposiciones indecentes, por dios) seguro que lloraría por dos motivos: por lo tontorrona que soy, primero. Y por no tener a mi madre a mi lado para llorar conmigo, segundo.
Ahora estaba viendo un programa español, bastante malo, copia de uno americano, bastante malo también pero algo menos cutre, donde me vuelven a sacar el lado lacrimógeno. Y es que siempre me pasa lo mismo. Aunque ya sepa que la casa que les van a dar a la familia afortunada va a ser preciosísima y que les va a gustar pero mucho, mucho, en cuanto les veo ahí moqueando de alegría… nada, que me pongo a llorar como una tonta. Y lo peor, es que hasta me da el hipo.
Es como cuando veo «El último mohicano». Entre la banda sonora, que me pone en plan pelospuntismo, y esa escena de la hermana muda (era muda ¿no?) que ya me he visto como ocho o nueve veces, acabo la peli siempre con dolor de cabeza de tanto sollozar.
Y lo peor, o lo mejor, es que sé que mi hija y yo perpetuaremos la tradición que mi madre empezó conmigo aquellos domingos por la noche viendo programillas de lloro con hipo.