Dentro de esta película de duración indeterminada que es nuestra vida, la mía propia, hay muchas posibilidades que me aterran. Y sin duda, la primera de ellas es que mañana ya no haya más tiempo de pantalla. Que se acabe el programa y que os manden a todos a casa: aquí no hay nada más que ver.
La muerte es algo que nos acompaña desde que nacemos, aunque no lo sepamos con esa claridad desde el principio. Pero es nuestra sombra, nuestro reverso, el eco de nuestra voz que de tanto oírlo ya ni siquiera percibimos.
Pero que siempre está ahí. Resonando. En las rocas de nuestros cumpleaños, en las paredes amoquetadas de cada amanecer. Ahí, en ese despertar tan poco valorado, tan denostado muchas veces, ahí podemos escuchar el rebotar de nuestra finitud. Ahí estamos muriendo un poquito.
Y pensar esto me angustia. Cómo no. ¿A vosotros no?
Porque no he hecho prácticamente nada. Porque no he conocido a Tom Cruise. Porque no sé si he cumplido el plan absurdo que me ha puesto a mí en este telefilme del mediodía. Y ni siquiera sé si soy la buena, o la estúpida. ¡O la mala!
Y me planteo tantas cosas sobre esta vida de mi vida. Pero sobre todo, sobre la de los que se quedan. ¿Qué les dejo? ¿Dónde? ¿Encontrarán las cartas que tengo escondidas para ellos en el cajón de mi escritorio? ¿Sabrán lo que les quiero? ¿Habré dado todos los besos que debo?
Y repaso mi librería mientras lo pienso. Y escucho de lejos un piano, y una voz de mujer sin más adorno que su eco.
¿Escucháis vosotros ese susurro que os dice que el tiempo no es vuestro? ¿Que este préstamo se acaba y que no hay segundas oportunidades para mejorar esto?
Vida de mi vida, qué regalo tan envenenado este de sabernos ya muertos…
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