Un día cualquiera, a punto de hacer la visita guiada a un castillo cualquiera de la Ribera del Duero, coincides, accidentalmente, con un grupo cualquiera de pensionistas segovianos en pleno apogeo vital.
Están en su mejor momento, dicen ellos muy ufanos. Y tú lo sientes, lo percibes. Lo ves claramente: esos tropenosécuántos seres en movimiento, así a lo Fraga, a los que bien podríamos considerar «gran reserva», te van a dar la visita.
Te preparas. Tomas aire, y piensas que no va a ser tan terrible. Intentas sobornar a las chicas de la caja para que os cuelen en otra visita guiada, o yo qué sé, ir por libre, si eso… Negativa absoluta. Os toca con la cosecha del treinta. No hay escapatoria. ¿En serio el castillo éste es tan bonito? Vamos, que si es realmente necesario… Te comunican que sí, que no te puedes ir del pueblo sin pasar por el castillo. Que no, que no morirás sin haber visto veinte veces Pretty Woman en la tele y paseado por las almenas de este monumento incontestable de tu patria. Ni tú, ni los ochenta, redondeando, criaturas bondadosas pertrechados con gorras de Talleres Martín y sujetadores talla XXX + peinado laqueado con Elnett.
Se masca la tensión en el ambiente. La tensión, y algo de Cuquident Pro, por qué no decirlo todo.
Se acerca la resoluta y pizpireta guía del castillo: micrófono a lo Madonna adosado en la mejilla, y un par de rayas de Kohl bien pintadas tapándole los ojos, a lo subrayado con punta gorda y mano temblorosa. Te encanta su estilo y piensas en lo bien que se mueve entre tanto jubilado. Qué porte mientras pasa entre el grupo arremolinado en plena lucha por colarse… Qué elegancia de gacela entre los leones que la arrinconan contra el cordón de seguridad… Qué peazo de culetazo que te ha metido la señora Merche para hacerse paso, literalmente, por encima tuyo.
La guía, a la que puedes llamar, por ejemplo, Vanessa, da el pistoletazo de salida metafórico y, como si al final de las escaleras regalasen platos de paella o cualquier cosa, sabe dios qué importará eso, la masa ingente de Manolos, Merches y, por añadidura, todos los que vais engullidos dentro (visualizas incluso un par de niños, pobres), avanzáis, a duras penas, intentando subir los gigantes escalones para llegar a conquistar la cima.
Entre el fragor de las fajas y los forros de las faldas, ocho horas después en un recorrido de cinco minutos, llegáis todos hasta las almenas. ¡Oh, qué vista! ¡Oh, qué airecito! ¡Oh, que putas escaleras, que no están hechas para piernas tan cortas!
La voz eléctrica de Vanessa, desde su dispositivo estéreo te saca del ensimismamiento: «Señor, señor, salga usted de esa pasarela. No se me dispersen, no me anden por fuera de las barandillas. A su derecha, el río…».
Pasáis a una sala. Hace un frío del carajo. Alguno de los señores Manolos ya se ha escapado reptando hacia la salida. «Abandona uno de mi grupo», le dice Vanessa a algún compinche por el dispositivo. Te suena a mensaje cifrado: «Lo tienes a tiro, número 1. Liquídalo sin dejar rastro». Comentas la jugada con tu entorno. Te sientes muy malvada. Mejora la visita.
Vanessa vuelve a actuar con diligencia: «Subimos a la torre. Sesenta y seis escalones. Quien no se sienta preparado, que se quede aquí sentado». Otro mensaje cifrado, sin duda: «Arriba llevo a unos veinte, número 2. Los tienes a todos a huevo. Apunta a las medallas de oro».
Sesenta y seis escalones después y un par de paradas de la Merche para reírse del Antonio, que ha perdido las gafas y se desorienta colándose en las letrinas, la Pepi, que ha superado la subida empinada con nota (gracias al empuje de ese sostén en punta a lo cohete propulsado) interrumpe a Vanessa saludando a pleno pulmón a los que se han acobardado y que os esperan abajo. Vanessa tiene un tic en el ojo izquierdo. La raya de Kohl disimula, pero tú te has fijado. Hace una calor que a más de una ya le están chorreando las cremas de baba de caracol.
Tras reprender a la Puri, en el camino de bajada, y casi un lustro después, os cruzáis con otro grupo. Su guía, Tamara, ataca a tu Vanessa: parte de los vuestros se han escapado, andador mediante, y vagan desperdigados por las estancias del castillo, quizás buscando el retrete, quizás huyendo hacia un futuro mejor, alejados de viajes en grupo y los gritos a pulmón partido de la Merche…. Te solidarizas. Hasta que notas un bastón hincándose en tus costillas. «Coñe, hija, pasa ya, ¡que me está dando toa la solera!»
Ya visualizas la salida. La visita de rigor no hubiera estado mal si la hubieras podido hacer en diez minutos. Pero has perdido la noción del tiempo y todo te parece ya una mierda. Adelantas sin mirar atrás. Solo piensas en la puerta. La Merche te pisa los talones. Tú le llevas ventaja, aunque el poder traccionador de sus pantorrillas amenaza con darte caza. Oyes el fris fris de sus enaguas tras tu espalda. Pero oh, intervención divina o humana, sus caderas se han quedado apretujadas entre el hueco de la escalera. Y ni patrás ni palante. Que no avanza. Es la imagen del desaliento. Sus compañeros se abalanzan, con el ímpetu de quinceañeros, sobre esa Merche aprisionada. Vanessa lo celebra. En silencio. Desde la retaguardia. Ese hueco siempre cumple su función.
Parece que se ha hecho justicia.
Abandonas el castillo mareada. «Salgamos de aquí cagando leches», te oyes a ti misma entre el bullicio pensionil, así como en la lejanía.
Me ha dado fatiguita de sólo imaginarmelo….
Ay, criatura, la proxima vez cómprate una de esas cámaras de fotos de pega, con diapos turísticas dentro, que a golpe de clic te libra de merches, gritos y pasillos angostos. Eso sí, no me negarás que una buena dosis de Ribera, bien vale unas fajas…
Asegúrote, hermana, que solo gracias a profusas dosis de magnígico Ribera pudo la protagonista sobrellevar la dura experiencia…
Sinceramente, es pa’ volverse loco.
Ya me he curado de eso de «Tienes que verlo!»… si me quieren cobrar para ver el mismo castillo y la misma iglesia de todas las veces/todas partes, prefiero pasar directo a la placita del pueblo. Al menos ahí no me cobran y me entretengo un poco más.
jejeje, cierto es, y suele ser la clave de una gran visita, pero bueno, un día no mata, si bien envejece…
¡¡Qué agotamiento, guapa!! Ufffffffff, solo de pensarlo, me dan los siete males… Si es que tanta cultura no es buena…
jajajaja, así salí yo de ahí, agotada hasta la extenuación…
Uff me estreso ya de solo leerte…
Un año nos fuimos kon unos amigos a Granada, komo no conocer la Alambra.
Santo dios, pero no el 15 de Agosto a 45º g por dios, se me hizo eterno…
Las siguientes playita y caipiriñas k eso si alegra a kualkiera 😀
Imagina cuando eres parte del show porque vas en el grupo de los jovencitos sesentones. Inenarrable.