Con esto de los aniversarios me da por pensar en lo mucho que nos aferramos al tiempo y a sus dictaduras.
Ya sean buenos o malos, los acontecimiento que recordamos y «celebramos» cada año parece como que están sumergidos en éter durante el resto del año y que solo en ese día concreto (y si hay hora, pues también) salen a la luz para traernos de nuevo un fogonazo de alegría, o un bajón descomunal.
Tal vez sea un recurso del ser humano para mantener los sentimientos extremos colocados en su estantería particular, sin que molesten o estorben demasiado el natural pasar de los días, donde nos movemos en estados de ánimo «estándar», ni buenos ni malos, ni todo lo contrario.
Pero sea como sea, parece que solo en ese día tienes permiso para darte la panzada a llorar si te place, o a gritar de alegría. Cuando la realidad es que a veces uno siente la necesidad de llevar consigo cada día esa mochila que son nuestras emociones, que sí, es cierto que pueden ser muy pesadas como para llevarlas con alegría día tras día, pero yo al menos, creo que te hace más sensible a lo que te rodea, recordándote lo bueno y lo malo que llevas a tu espalda: tus penas, tus alegrías, tus pérdidas más profundas…
Desde aquí reivindico los aniversarios cada día.
Puede ser cansado, lo sé, pero prefiero no esperar a que sea demasiado tarde para besar como si fuera la primera vez.
Y que no haya fechas marcadas en los calendarios.
Y que todos los días llores y rías, y te emociones con una canción.
Y que todos los días digas «te quiero, mamá».