Soy novata en lo de los cumples infantiles masivos. Los de mis hijos han sido siempre en la intimidad de familia y amigos, al calor de una buena barbacoa y un montón de latas de Mahou, vamos, lo típico. Lo más alejado posible de cumpleaños temáticos o medianamente refinados. Y sé que este es un tema peliagudo, no es que me parezcan mal, para nada, es que sencillamente no valgo para ese tipo de despliegues, al menos por ahora. Lo mismo en un tiempo me entra el espíritu de Martha Stewart, me convierto al scrapbooking y el washitapismo y hago cosas cuquis hasta decorando las tostadas del desayuno de mis hijos…
Pero bueno, dejando de lado mis incapacidades manifiestas con el DIY, el tema cumpleaños tampoco es mi fuerte. Ni el de mi hija, porque, por suerte, creo yo, la mayoría de los cumpleaños a los que le habían invitado hasta ahora habían sido todos de amigos nuestros, con lo cual entraban dentro del terreno conocido, «useasé», fiesta de toda la vida, más o menos decorada (madre mía, que os esforzáis muchísimo y los invitados nos vamos deprimidos a casa pensando en cómo tendremos que hacerlo nosotros cuando nos toque para estar a la altura…), y oye, pues pasas una tarde agradable mientras los críos corren entre las piernas y se ponen gochos de tarta y gusanitos, sean estos temáticos o no, que al final eso es lo de menos.
Pero, hete aquí que ahora nos hemos encontrado de bruces con una nueva y chocante realidad: ¡¡¡las fiestas de cumpleaños SIN PADRES!!!
Aún estoy en shock, perdónenme, porque debe ser la mar de normal dejar a la criatura en un recinto cerrado con doce críos más, y digo críos de cuatro años, ¡no de ocho o nueve!, pero a mí se quedé cara de qué me he perdido, mientras el resto me miraba divertido, siempre tiene que haber una novata en los cumpleaños sin padres.
Y ante mi estupor, sí, depositabas a tu criatura, con su regalo para el homenajeado bajo el brazo, como quien deja el abrigo en el ropero, aunque no me dieron ficha, y despachada para dos horas después, tan alegremente. Y hala, puerta cerrada.
Yo que, pese a apetecerme cero el momento social, ya iba preparada para confraternizar con el resto de padres del cole, a los que conozco de refilón en mi sprint para recoger a la criatura, o poner por fin cara y nombre a los compañeros de mi criatura, que me hago un lío con las niñas rubias que no veas… Pues no, mi gozo en un pozo. Los padres no estaban permitidos y mi otra criatura y yo nos fuimos, castigados y sin tarta, a hacer tiempo mientras esperábamos a que saliera la, de repente, niña emancipada.
Y como resultado de la expulsión paternal, esto es lo que vimos durante casi dos horas para deleite del pequeño. A mí aún me dura el tic en el ojo. En serio.


Y aquí los podéis ver en acción (vídeo tomado con la Nikon 1 J2):
Después de esto, una y otra vez, y otra vez, y otra vez más, toco recoger a la criatura que salió más pintada que una puerta, con los morros de rojo, los ojos con algo azul en los párpados y una corona pintada en la frente que doy fe que tardó muchísimo en salir en la bañera. ¿Se lo pasó bien? Pues supongo que sí, pero yo me quedé frustrada y hoy he soñado con que una horda de pingüinos asesinos invadía mi mansión y me perseguían cantando villancicos hasta que yo perecía entre terribles sufrimientos.
Ay, dios, qué duro es esto de la crianza…