Tempestades

El otro día, el sábado para ser exactos, un chavalín aullaba bajo nuestra casa porque no sé quién no había metido un gol en la portería de otro no sé quién. Y os juro que el grito de Catelyn Stark en la Boda Roja no tiene nada que envidiar al dolor que ese muchachillo estaba compartiendo con el mundo. Porque su equipo no había ganado.

Y oye, que lo siento, de verdad. Que me dio hasta penica y todo después de oír al vecino gritaros que íba a llamar a la policía si no dejabais de aporrear lo que fuera que estabais aporreando. Que estabais sufriendo. Estaba claro.

No hace falta irnos a lo que está pasando no tan lejos de nosotros con los refugiados, a los que hacemos como que no vemos. Pero hace poco me contaban de una amiga que acababa de descubrir que su hijo tiene autismo. Y eso sí duele. O un compañero de trabajo que se había quedado paralítico por un tumor. Zasca. O la empresa familiar que tiene que echar el cierre después de décadas currando y entrar en concurso de acreedores con lo que ello supone. Mucho dolor. Y rabia. Y frustración.

Eso son tempestades. De las que puede que no consigas salir indemne. Ahí es donde la vida te deja pingando y donde realmente tienes que demostrar de lo que estás hecho.

Y no me vengáis con las pasiones, los colores y los benditos once contra once. Porque me da la risa, pero mucho.

Pero luego muchas ganas de llorar.

 

Fútbol-centrismo

«…Esperar que pase algo mientras el resto del mundo se amontona frente al fútbol. Eso es lo que hago, aquí sentada. Nada más.Mirar a través de la ventana empañada por mi aliento y hacer figuritas sin aristas con el dedo.
Una nube en forma de señora gorda tumbada. Una serpiente que se come un elefante de una vez. Un caracol a punto de dormir. Antes de desvanecerse, la señora gorda levanta una mano rechoncha y me saluda afectuosa, dejando tras su gesto una estela vaporosa.
Desde aquí, a través de la serpiente glotona acierto a ver un gato, agazapado sobre unas tejas aún calientes. Me hace un guiño cómplice desde su tejado mientras se enciende un cigarro con descaro felino. A ninguno nos gusta el fútbol, ¿verdad, niña?

Me llegan ecos de gente gritando desde el salón.

Los ¡uyyy! y ¡ayyyy!, los ¡falta! y algún que otro insulto prohibido, se cuelan por el pasillo, cruzan la cocina de puntillas y se deslizan siseando por el suelo de mi cuarto. Los veo acercarse, con sus signos de exclamación en colores chillones, mientras trepan con esfuerzo por la pared hasta llegar a mi espalda.

Las cosquillas en la nuca me hacen reír a carcajadas. Y yo misma doy un brinco del susto. Las letras y yo nos encogemos, temerosas de haber despertado a la Nana, que duerme acurrucada en su cama. Sigilosa, como el gato que me observa fumándose su pitillo desde el edificio de enfrente, me acerco hasta su almohada. De su boca en forma de rosquilla diminuta escapan efes y erres enlazadas. Pequeñas consonantes apenas susurradas que al ascender desde su aliento, se enroscan encantadas en mi pelo y me alborotan los rizos.
Siento un hormigueo tras la oreja y al girar mi cabeza noto como caen sobre mi pijama, una tras otra, con un suave goteo, las pequeñas criaturas parlantes. Allí, en mi regazo, se mueven inquietas, dando brincos entre puntos y comas descolocados. Menudo baile se están marcando, casi me dan ganas a mí de dar saltos junto a ellas. Muevo los pies.

El gato ha aterrizado de un brinco en mi alféizar y, apurando su cigarro, me hace señas con su zarpa para que le deje entrar a mi cuarto. Le encantan los saraos. Es un gato muy vivido, se le nota. Pero no me atrevo. A fin de cuentas, yo no hablo con extraños.

Desde el otro extremo de la casa, el de los que gritan, nos interrumpen sonidos huecos. Alguien se ha enfadado y ha dado un portazo cavernoso que hace retumbar mis letras y despierta a Nana.

El fútbol se ha acabado. Y la tierra vuelve a girar en torno al sol…».

(Traducción inventada del cuento «Le futbol, ce n’est pour moi», de la escritora francesa del siglo XIX, Marie Purié).