¡Yo vengo a hablar de mi niño!

El otro día, que puede ser ayer o hace diez años en el lenguaje coloquial, una amiga nos dijo a mi santo y a mí:

«¿No os pasa que cuando os juntáis con vuestros amigos con hijos siempre habláis de vuestros peques?

Si, claro.

¿Y no os parece eso terrible? Una de mis amigas se puso firme en medio de una charla de esas y nos obligó a hablar de todos esos temas de los que «antes» hablábamos: arte, cine, música…».

Pues sí. Aquellas palabras me hicieron pensar (sólo un poco, no se asusten, que para eso estaba de vacaciones ).

Porque aunque no me avergüenzo de reconocer que cuando hablo de mi hija ni el mismísimo Umbral en sus tiempos de gloria podría compararse conmigo en energía, devoción y entusiasmo hablando sobre lo suyo, la pequeña parte de mi cerebro que no anda ocupada en ser madre en todas sus dimensiones aún llega a captar el hastío y el encogimiento existencial de aquellos que me aguantan y a los que el tema Infantesysuscosas  les importa tanto o menos incluso que la reproducción del mejillón tigre.

Lo sé, amigos sin hijos, lo sé. Es aburrido, por decirlo de una forma suave, que hablemos horas y horas sin parar de las grietas en los pezones, los culos escocidos, los gases regurgitantes o la eterna dicotomía Estivil/resto del mundo, entre otras miles y miles de posibles variantes temáticas, mientras nos miráis con la tercera cerveza en la mano y pensáis con amargura por qué no os quedasteis en casa viendo Cine de Barrio.

Inciso: lo estupendo de todo esto es que realmente, realmente, REALMENTE y en lo más hondo de nuestros adentros, no nos interesa demasiado cómo le va a los niños de los demás. Admitámoslo. ¡¡Lo que nos gusta es hablar de los nuestros!! Lo que pasa es que las convenciones sociales, oh divino tesoro, y un poco de educación y camaradería nos empujan a empatizar entre nosotros, y a intercambiar silencios para que hable el contertulio sobre su retoño mientras vamos pensando la siguiente anécdota de nuestro tesoro para dejar al resto k.o. (bueno, a veces, sí nos interesa, pero solo a veces y en casos aislados). Esto que quede entre nosotros.

Lo sé, amigos sin hijos. Somos muy pesados. Y cuando nos reunimos con más individuos de nuestra especie se produce ese efecto «imán conversacional» que acaba atrayendo a la inocente charla términos tan recurrentes y peligrosos como «si le quito el pañal se me mea por las esquinas», «mi niño no me come pero se sabe de memoria la tabla periódica», «mi niña no habla pero está muy espabilada», «la mía recita a Baudelaire mientras baila el Tallarín» and so on, and so on… Y así hasta el infinito y más allá.

Pero, amigos sin hijos, comprendednos. Esto es una fase, y años mediante, pasará. El día llegará (aunque aún queda, sorry) en que volveremos a querer salir hasta las siete de la madrugada, a no mirar el reloj a las siete de la tarde y excusarnos en el mejor momento de la fiesta porque hay que acostar al pequeño, o de no quedar para cenar porque no tenemos canguros… Un día volveremos a ir impolutos cuando salimos de casa, sin manchas de mocos y comida escupida por toda nuestra ropa, y estaremos al día de todos los estrenos de cine, teatro y musicales como antaño, cuando eramos gurús de la cultura y la intelectualidad (capten la ironía, por favor). Ese día llegará, y aunque más viejos,  con más kilos y menos energía, volveremos a salir al mundo, victoriosos, relucientes y alicatados hasta el techo, enarbolando nuestra recuperada independencia y gritando «libertad» a lo Mel Gibson en Braveheart.

Ese día llegará. Digo yo.

Pero hasta entonces, además de lo bien que le va a Raúl en el Shalke, de los caballos del última Clase C, del piquetón y de Shakira, y de cómo está la vida, así a grandes rasgos, permitidnos un ratito que nos regodeemos en nuestras propias miserias y alegrías.

A fin de cuentas, yo aquí vengo a hablar de mi niño.