Hace unos días, en pleno retiro vacacional (por llamar de una forma amigable a currar desde el chiringuito) mi requeteamiga del norte, María, me comentó algo a lo que he estado dando vueltas desde entonces. Y es que, según había oído, existe un bichejo, un ente asqueroso de esos con muchas patitas y un montón de ojos en el culo (y no estoy hablando de ningún político, aunque podría, y más en estos días de sustos y malas noticias cada viernes) capaz de entrar en el cerebro y alterar eso tan común y extendido entre el ser humano: ¡la capacidad de tener miedo! Que lo mismo tiene algo que ver con actos arriesgados como saltar en paracaídas, hacer puenting con una gomilla de 5 metros, practicar la marcha atrás, comprar preferentes de Bankia o una casa en 2008. O abrir un negocio en plena crisis, fíjate…
Y no se trata de un bichejo extraterrestre a lo Alien que se te incrusta por la orejilla y anida hasta criar una familia numerosa de más de 3 criaturas y un Picasso de 7 plazas, ni una consecuencia no estudiada de sesiones continuadas de escuchar Máxima FM + todos los hits machacones perpetrados por Pitbull y sus amigos (he oído que es lo último en Guantánamo). No. Es un fenómeno tan común, tan vulgar, diría yo, y tan poco glamouroso como la toxoplasmosis: ese nombrecillo a lo ciclogénexis explosiva que viene a ser como una gripe de unos días (desde mi humilde experiencia) y que las embarazadas que no lo han sufrido temen como un poseído vomitón al agua de Lourdes y al padre Karras, además de haber convertido al jamón serrano, ese gran tesoro de, éste, nuestro país, en el objeto de deseo y salivación de muchas conciudadanas durante los nueve meses de gestación.
Fíjense ustedes por donde, quién nos iba a decir que un asqueroso micro-ser que se inserta a lo bruto, a lo okupa de Lavapies, en nuestra masa encefálica, puede que nos convierta, sin quererlo, en personillas más lanzadas que una quinceañera en pleno éxtasis «santeresiano» al ver a Mario Casas (Cachas para los amigos), en Juanes sin Miedo aventureros, emprendedores, e inconscientes, por qué no verlo así. Y lo mismo hasta ha sido causante de grandes hazañas, de descubrimientos trascendentales, de momentos cumbre para la historia del hombre. O incluso de grandes cagadas, porque el ir más allá también conduce al fracaso, anda que no…
Y claro, esto salió a colación porque una servidora, que ha pasado por algunas enfermedades rarunas, aunque afortunadamente, bastante poco lesivas, también tengo en mi contador esta estupenda y muy agradecida gripecilla mutante, gracias a la cual no me he visto privada del bocata de jamón durante mis períodos «esféricos» pero que, mira tú qué cosa, lo mismo me ha hecho el mismo efecto que a esas ratas del estudio y me ha dado superpoderes a lo spiderman pero en pobre… Aunque he de admitir que sigue sin apetecerme ni un poquito tirarme de un puente con los pies amarrados por una tira y un forzudo instructor con gafas reflectantes y una camiseta ajustada con su nombre empujándome desde arriba, y mis ganas de invertir en lo que sea que se encuentra en la sección de Bolsa de las hojas salmón son incluso más reducidas que mi presupuesto mensual para tabaco (amos, que no fumo, no se me confundan…).
Lo que tengo muy claro, con bichejo parasitario o sin él, es que no tener miedo es decisivo, crucial, es hasta mejor que la depilación láser de las ingles, y sobre todo en tiempos convulsos como estos, días en los que llevamos la palabra crisis tatuada en nuestras posaderas borreguiles, marcadas a fuego, en negrita y en cursiva, gracias a la «generosidad» de los mercados, de los Lehman Brother y de los sinvergüenzas que nos mandan y nos llevan a estacazos, como una manada de borregos. Porque el miedo es lo que nos hace escondernos bajo nuestros techos de pladur, no salir a la calle a gritarles obscenidades liberadoras (sin insultar mucho, solo un poquito, y sin pegar, que luego salimos en la tele mientras nos zurra alguien con casco), y estancarnos en empleos grises bajo las órdenes de personas sin talento, mediocres y sin sustancia (y no miro a nadie, jejeje).
El miedo cojonero es lo que nos impide, en la mayoría de las ocasiones, intentar ser más, ser mejores, ser lo que queremos… Y ojo, que no digo que siempre se consiga lo que buscábamos. Pero el fracaso también implica movimiento. Y el movimiento es lo que hace transformarse al mundo. El miedo nunca trajo nada bueno.
Y yo, aún sintiéndome igual de cobarde que antes de haber sufrido aquella invasión parasitaria, ya no dejo de preguntarme, ¿cuál es la «cantidad» de miedo necesaria para emprender, para arriesgarse y apostar por algo diferente? ¿En qué nivel de nuestras regletas internas de «gallinismo» llegamos al punto de lanzarnos y meternos hasta la cintura en los fregaos menos pensados? ¿No sería genial dejar de tener miedo de una forma tan simple como ésta? Hale, un constipado y a subir el Himalaya descalzo, como la del anuncio ese de las cremas para durezas en los pies. ¿Es lo que les pasó a los del 14 de julio en La Bastilla? ¿Se les hincharon los cojones y habían pasado todos por una epidemia de toxoplasmosis?
Es evidente que todas estas preguntas no tienen una respuesta única, y que, en mi opinión, es imprescindible que siempre te acompañe una pequeña dosis de miedo (igual de imprescindible que llevar toallitas en el bolso y bragas limpias por si tienes que ir al médico).
Pero, desde luego, si el efecto secundario de una semana en cama es no quedarte en casa y liarte la manta a la cabeza y decirle adiós al miedo… ¡qué vivan los parásitos!
(Insisto, y mucho, no estoy hablando de los políticos, ni de los banqueros, ni de los líderes sindicalistas, ni de Andrea Fabra, ni de su padre, ni de muchos otros que me dejo).